Bajé las escaleras hacia las mazmorras del palacio, con especial ánimo. Mi cola de rata se movía de un lado hacia otro como un limpiaparabrisas invertido, reflejo de mi entusiasmo. Las paredes lúgubres y los escalones enmohecidos me llenaban de una sensación reconfortante. Hacía apenas un año que esa propiedad fungía como un orfanato judío, y ahora era mi hogar. El partido se la había obsequiado a mi papá por sus servicios.
Tenía la certeza de que nadie había bajado a las celdas durante mucho tiempo, lo cual las hacían idóneas para mis actividades ocultas. A mis padres no les importaba que me desapareciera por un par de horas, ni en donde demonios me metía. Siempre fui para ellos un anatema, y una aberración. Mamá siempre insistía en que debía cubrir mis cuernos, y amarrarme la cola a uno de mis muslos, para que no se moviera. La servidumbre era un tanto supersticiosa y le temía a las oscuras y húmedas entrañas del palacio, por lo que era imposible que alguno de ellos se inmiscuyera en las mazmorras.
Europa vivía tiempos aciagos, y el tercer Reich se erigía como suma potencia mundial. Invencible e inquebrantable. Los nazis habían conmocionado al mundo con su barbarie, pero distaban mucho de saber realmente hasta donde podían llevar su crueldad. Pero el cielo se inquietaba con actos tan abominables. Y Dios, que lo ve todo, en su infinita y pragmática sabiduría, decidió practicar su eterna política de no intervención. No obstante, el averno se agitaba, y la Gran Bestia ordenó a sus legiones ayudar al hombre a encontrar su fin.
-Tenemos mucho tiempo para pasarla bien, a solas, Barbie. -Dije con entusiasmo. -Aquí nadie podrá escucharnos.
Tenía a la pobre criatura amarrada de las manos a unos grilletes que colgaban del techo. Se trataba de una hermosa niña aria, que había tenido el infortunio de cruzarse en mi camino. Hubiese podido elegir a una niña judía, pero eso lo podía hacer cualquiera que perteneciera a la raza superior. El ilícito era lo que aderezaba la experiencia.
Una cinta en la boca impendía que gritara en mi ausencia. No podía permitir que se desgarrase la garganta sin que yo pudiese escuchar sus dulces y melódicos alaridos. Entonces, de un solo movimiento arranqué la cinta de su boca, y besé con ternura sus cianóticos labios, que otrora fueran rosados y carnosos.
La estancia estaba iluminada por cuatro antorchas de grasa, hábilmente empotradas en la pared. Haciendo visible ante mis fatigados ojos rojos, su humanidad pendiendo de los grilletes. Desnuda, sucia y temblorosa en aquella fría celda subterránea. Recuerdo que la manera en que respiraba, tan congestionada me repugnaba, y estuvo a punto de hacerme perder la templanza. Respiré profundamente con los ojos cerrados y la abofetee con fuerza un par de veces.
La desaté y calló al suelo como un cuerpo sin vida. Sin embargo, era tanto el terror que yo le provocaba que inmediatamente comenzó a reptar sobre el húmedo piso empedrado de la celda. Una ráfaga de aire se coló hasta la celda en donde nos encontramos. El viento silbaba mi nombre, como una voz siniestra. "Luzbel" repitió el viento, con tono gutural. No atendí su llamado, había aprendido a ignorarlos. Entonces regresé a Barbie, la seguí, con paso lento, observándola avanzar como se observa a una mascota andar en el parque. Y al final de cuentas ¿Que no era ella mi mascota? Su avance era lento, pues ya casi no le quedaban fuerzas. Así que decidí iniciar la sesión de aquel día con un poco de fuego. Tomé una antorcha de grasa, y comencé a acariciar la suave y blanca piel de sus pies con ella. Barbie gritó tan fuerte como su deleznable fuerza le permitió.
El día anterior habíamos tenido una sesión impetuosa, donde ella había perdido algunos dedos de sus manos. Heridas mismas que cauterice antes de que muriera desangrada. Dejé la antorcha por un lado y tomé los alicates que llevaba amarrados debajo de mi vestido. Al levantar la mirada, me percaté que allá en la sepulcral oscuridad de las viejas paredes, se agitaban figuras diabólicas con el vaivén de las antorchas. Sus ojos inyectados de sangre fulguraban feroces, sus sonrisas mordaces me hacían promesas. No sé si ella los habrá visto o no, pero no hizo ni el más nimio esfuerzo por continuar escapando, solo se quedó allí retorciéndose de dolor por su carne quemada.
Yo comenzaba a inquietarme. Pero no dejaría que me robaran ese momento. No dejaría que me afectaran los muy bastardos. Concentré toda mi atención en Barbie, y tomé uno de sus pies, con la mano izquierda, casi sin encontrar resistencia, y con la derecha corté su pulgar. Pero no fue un golpe limpio, el hueso era muy duro, y a mis doce años no contaba con mucha fuerza. Si, grita, llora. Cada vez me sentía mejor al escuchar sus gemidos, casi podía pasar por alto los espectrales susurros de aquellas criaturas del averno. ¡Mierda! Comencé a sentir un cosquilleo en la vulva al sentir su cuerpo vibrar del dolor. Por fin, el dedo se desprendió del pie, y la sangre comenzó a manar de la herida. Sin prisa alguna, tomé la antorcha del suelo y cautericé con ella la nueva herida. Barbie se movía sin sentido, y gritaba. Si, gritaba. Y yo, no podía encontrar placer en las cosas ordinarias de la vida. Sólo eso colmaba la fría y oscura inexistencia que habitaba en mi intimidad.
-Necesito tu ayuda, para no sucumbir. -Le susurré al oído, esperando que los demonios que seguían mis pasos desde la infancia no me escucharan. -Preciso tu auxilio. Yo también quiero sonreír. Yo también quiero dormir sin miedo. Quiero paz.
Era el tercer día que la ocultaba en esos inmundos calabozos. Nadie lo sabía. Cuando la dejaba sola la ataba a los grilletes y le ponía la cinta sobre su boca. Desnuda y mugrienta, cadavérica y sangrante. Tenía llagas y excoriaciones por todo el cuerpo, y excretaban secreciones purulentas. La estaba salvaguardando de éste mundo de mierda, la estaba protegiendo de convertirse en un obsceno depósito de semen y fluidos. A cambio, ella me salvaba a mí de existir insubstancial. La contemplé nuevamente, allí, desplomada en el enmohecido piso empedrado, aun llorando su agonía. Me hizo sentirme viva. Sonreí mientras mi corazón latía con gratitud. Pero esa cálida sensación no duro mucho. La temperatura comenzó a decrecer vertiginosamente, y gritos de dolor se escucharon por todo el lugar, provenientes de las celdas más distantes y lóbregas. Mi carne se erizó.
-¡No me lo van a quitar, hijos de puta! -Grité a los muros. -¡Esto es mío!
Los lamentos y las risotadas cesaron de súbito. Sabía que no se habían ido, que seguían observándome.
El cuchillo del día anterior yacía a un lado mío, grasiento, con sangre seca sobre su filo, como si pretendiera que lo esgrimiera de nuevo, como si él también disfrutara degustando la carne de Barbie. Lo tomé y le asesté varios zarpazos sobre los muslos y el vientre. No me importó la profundidad de los cortes, solo buscaba obsequiarle un inagotable sufrimiento. Pero ella ya no gritaba, solo gimoteaba entre lágrimas y saliva.
¿Qué caso tenia continuar así? me senté sobre sus pequeñas tetas. Le brindé un dulce beso a sus labios jadeantes. Situé el hierro sobre su garganta, exactamente bajo la mandíbula. Ella sintió el filo, y me observó con sus ojos llorosos e inflamados. Y en su agonía lo aceptó, paralizada de pánico.
Empujé un poco y el acero comenzó a hundirse en su garganta, presionando hacia su cabeza. Estaba tan aterrorizada que no podía gritar, solo temblaba. Una corriente eléctrica recorrió mi espalda, vertebra tras vertebra. Estaba excitada, y no pensaba dar marcha atrás. Mi cola se movía frenética bajo mi vestido manchado de sangre. La frente comenzó a dolerme como si fuera a estallar. Los susurros siniestros regresaron, arrastrados con ira creciente, y fuertes golpes en la reja de nuestra celda resonaron desafiantes. Entonces, apoyé todo mi peso sobre el cuchillo, y fue engullido poco a poco. Yo saboree ese momento hasta el más insignificante momento. ¡A la mierda con los ciervos de Lucifer! Me había convertido en una maldita bestia redentora. Era una puta huérfana que trataba de invocar a su padre Satanás, mediante la injuria del más sagrado mandato divino, hasta el final.
Barbie yacía en el suelo, exánime. Como una hermosa escultura tallada por las hábiles manos de Fidias, con un cuchillo clavado hasta el mango por debajo de la quijada. Posé mi mano izquierda sobre mi frente, y la deslicé hacia arriba. Noté que mis cuernos habían crecido un poco más; los empuñé uno a uno, con la misma mano. Se sentían rugosos y duros. Cerré los ojos y sonreí. El dolor desapareció de mi cuerpo, y un estado de renovación invadió todo mi ser. La calma regresó a las mazmorras.
Me había perfeccionado, como lo había hecho el Buda tantos años atrás. El vacío había desaparecido, y yo volvía a ser una niña normal. No una niña berlinesa, cargada de odio hacia los judíos. No. Era una niña sin rencores ni miedos. Si, en ese momento lo entendí todo.
Mi corazón ardía, y esa sensación tórrida invadía todo mi cuerpo de lagartija, lo sentía avanzar por todas mis arterias, llenaba mi alma de sosiego, (suponiendo que una semidemonio como yo posea un alma) Paladeaba aún esa nueva libertad que me había brindado tras su lucha instintiva e inútil. Si, estaba a un paso del éxtasis. Si tan solo la hubiera mantenido un poco más con vida, habría alcanzado el clímax esa misma mañana.
Pero eso ya no importaba. Había aceptado mi legado infernal, mi herencia. Sabía que es lo que necesitaba.
Me desnudé bajo la luz de las antorchas, casi eróticamente. Las heridas que surcaban mi cuerpo, desde el pecho hasta el vientre, me las habían realizado mientras dormía los diablos que habitaban en mi recamara; aún estaban frescas, y brillaban con cierto candor. Me recosté sobre el frio cuerpo de mi víctima, como si fuéramos amantes, la abrasé y la besé con verdadera pasión. Barbie ya no podía contaminarme, porque yo la había llevado al estado más perfecto y puro de todo ser.
Sin embargo, el calor abandonaba mi cuerpo, y poco a poco mi vida perdía sentido, y mi existencia carecía de propósito. Las antorchas se extinguieron simultáneamente, y cientos de figuras dantescas se arrastraban sobre las paredes y los techos abovedados.
Me levanté lánguidamente, sin poder mirar el cuerpo de Barbie, observando únicamente el vacío espectral que se cernía sobre mi asquerosa e inútil existencia. Tomé mi vestido y caminé desnuda hacia las escaleras, subiéndolas más abatida que cuando las había bajado. Arriba me esperaba un vestido limpio y perfumado que había preparado para no levantar sospechas de mis actividades homicidas. Tal vez al siguiente día me ocuparía del cuerpo. En esos momentos no me encontraba de humor para tales nimiedades. O era simplemente que mi cobardía me impelía de ese lugar.
Recuerdo que aquel día mis padres discutían. Yo observaba a mi madre con detenimiento. La muy puta era hermosa y refinada, y esa efigie era tan bella que se podría decir que el mismísimo arcángel Gabriel bajaría desde su divinidad única y exclusivamente para follársela; pero no fue el generalísimo de las huestes celestiales quien se la tiró, no. Desde las profundidades del averno ascendió el mismísimo Satanás para fornicar con mi madre. ¿Cómo lo sé? El resultado de aquel apareamiento soy yo. Y por increíble que resulte, algunas facciones de mi aspecto revelan mi origen paterno: En la parte superior de mi frente llevo un par de diminutos cuernos oscuros, mis orejas son alargadas y puntiagudas, y en el trasero me cuelga una fina cola, similar a la de un roedor, rematada al final en punta de flecha. Fue tal vez por eso, o quizá por la conciencia de saber quién es mi padre que me llamarón Luzbel, un nombre, al que según mi queridísimo padre terrenal, le hacía honor.
Si, aquel día, mi papá, el mayor SS Sigfrid von Heydrich golpeaba a su esposa con sadismo, y ésta se defendía como una gata acorralada.
El mayor era todo un héroe de guerra, y portaba con orgullo su cruz de caballero, que había conseguido por actos heroicos en Polonia. También era un cabrón donjuán y un miserable alcohólico. En esa ocasión golpeaba a mi madre, porque la muy zorra se acostaba con el jefe de la Gestapo, inclusive se había enterado que el infame príncipe Reichsführer SS Himmler en ocasiones acogía a mi madre en su castillo de Wewelsburg para gozar de sus bondades.
Sin embargo, no entiendo cómo es que el mayor se asombraba tanto por la promiscuidad de su mujer, si ella misma era producto de un amor incestuoso, y había sido precisamente el incesto su primera experiencia carnal a los nueve años de edad.
Yo les observaba con curiosidad, preguntándome hasta donde sería capaz de llegar aquel sádico mayor. Él me miró a su vez, y una sonrisa siniestra atravesó su rostro.
-¿Te divierte el espectáculo, Luzbel? -Preguntó en tanto se acercaba a mí.
Lo miré con altives, y le sonreí de forma pendenciera. ¿Por qué no hui de inmediato de la escena? ¿Por qué no corrí en busca de un arma con la cual pudiera defenderme? Curiosidad. Deseaba saber cuánto podía castigar mi cuerpo aquel temible hombre. Ansiaba sufrir, y la idea me excitaba. Anhelaba morir, pues era una maldita y jodida demonio.
Inmediatamente hice memoria de todas aquellas veces que papá me había azotado hasta el cansancio. El mayor había descubierto hace algún tiempo que mi cuerpo era mucho más vigoroso y diamantino que el de cualquier persona que jamás hubiese conocido. Él podía pasar horas golpeándome sin que yo desfalleciera, podía flagelarme con soberana brutalidad sin que aparecieran sobre mi pálida piel las marcas y los hematomas propios de los golpes. Así que retrocedí un par de pasos, odiándome por eso, mientras buscaba con la mirada a la mujerzuela que tenía por madre; pero, aquella mujer maltratada no podía moverse un palmo siquiera.
Odiaba temerle a ese hombre. Odiaba el miedo en sí, y odiaba mi debilidad. El mayor me tomó de uno de mis cuernos y me arrastró hacia mi recámara, fue entonces que un pánico mortal hizo presa de mí. Yo grité desesperada que me soltara y que me portaría bien, pero aquel hombre, mi papi, había decidido que gozaría azotando a la pequeña hija bastarda de su mujer.
Me arrojó sobre la cama, con violencia. Recuerdo que me sentí tan vulnerable, que el miedo se apodero de mí. El me giró bocabajo sobre la cama y con su pie derecho presionando sobre mi espalda me inmovilizó; después, metió su mano por debajo de mi vestido, y aprisionó mi pequeña cola diabólica en su mano. Yo comencé a llorar desconsolada.
El tiraba con fuerza de mi cola, cuya punta se revolvía frenética, como una serpiente atrapada en el pico de un águila. "¡Basta! ¡Basta!" Gritaba yo. Él tomó mi cola con ambas manos, y presionando su pie sobre mi espalda redobló la fuerza con que jalaba. Un rio cálido fluyó de entre mis piernas. Me orinaba con abundancia, de pánico y de vergüenza.
Escuché su risa insidiosa, como si el desgraciado la susurrara a mi oído; después, vino el "¡Crack!" Y yo grité de dolor, hasta desgarrarme la garganta. El muy cabrón había luxado mi cola, y ya no se movía más.
Lloré. Lloré amargamente por mi cola muerta. ¿Qué le diría a mi progenitor cuando me reuniera con él? ¿Que un simple humano casi consigue arrancármela de raíz? Pero mis cavilaciones fueron interrumpidas por el dolor. El mayor impactaba su pie contra mi espalda, enloquecido, tal vez esperando dejarme lisiada.
Me levantó por los cuernos, y me arrojó hacia la pared. Comenzó a golpearme sin misericordia, eufórico. No se por cuánto tiempo lo hizo, pero me pareció una eternidad. El tormento era insufrible, y yo no paraba de gritar. Ahora yo era Barbie, la execrable y lánguida criatura que merecía ser torturada, solo por el hecho de no tener la fuerza suficiente para defenderse; y mi padre, ahora él era el demonio. Que rápido había cambiado de papel. Hubiera reído por la ironía; pero, el suplicio al que era sometida no lo permitió. Y a pesar de ello, aquel gentilhombre no se hallaba conforme. Se le veía agitado y su frente se perlaba de sudor. Yo siempre lo hacía sudar.
Yo seguía luchando instintivamente, continuaba tratando de huir, sin conseguirlo.
Papá se permitió una pausa, y me escudriñó con calculada insolencia. Sus golpes no dejaban testimonio sobre mi piel, y eso lo enloquecía. Era como un pintor cuyos pinceles no plasmaban ningún color sobre el blanco lienzo.
Su euforia se transmutó en desesperación. Me miró con rabia un par de segundos y salió de mi habitación. Yo me quedé allí, tendida en el suelo. Siempre era lo mismo, él me golpeaba hasta el agotamiento, y se retiraba aún más iracundo al ver que no alteraba las dulces líneas de mi efigie. Para mí, esa era algún tipo de victoria, consuelo de mi fracaso. Y ese día lo había vencido nuevamente. Había tratado de desfigurarme el rostro y no lo había conseguido. Intentó romperme las costillas, pero ninguna se quebró.
A pesar del extraordinario sufrimiento que sentía, sonreí con satisfacción. Imaginaba lo frustrante que debía de ser para él no poder arrancar de mí ni una sola gota de sangre. Si Barbie no hubiese sangrado, si sus huesos no se hubieran roto, tal vez ella seguiría con vida, y yo estaría suspendida del cuello en las asquerosas mazmorras de este maldito orfelinato.
Que equivocada estaba al pensar que se había dado por vencido. Cuando lo vi entrar a mis aposentos con una fusta en la mano, mi corazón comenzó a latir con agitación, sentí que me atragantaba con él. Por lo visto, papá no descansaría hasta no verme verter sangre.
Un poderoso vértigo se apodero de mí. Trate nuevamente de escapar, pero me era imposible moverme. Quizá en esa ocasión si lograría asesinarme, así que me armé de valor para provocarlo. Nunca lo había visto tan dispuesto.
-Fóllame papá -Le pedí mientras abría mis doloridas piernas. -Deja que tu pequeña hija te quite lo marica.
Su rostro se congestionó en una mueca de repugnancia y desprecio. Yo temblaba de pánico, y me dolía todo el cuerpo, pero era la única oportunidad que tenía de perecer, de acabar con mi asquerosa existencia y el enorme vacío que me consumía. Él se acercó, y me pateó bestialmente la cara, dando inicio a la más brutal golpiza de mi vida.
A lo lejos, escuchaba infernales letanías que se entremezclaban con risas y maldiciones en antiguas lenguas. El mayor descargaba su furia en mi cuerpo pubescente, y su rostro se desfiguraba en facciones diabólicas. No era él quien me golpeaba. Lo entendí al momento. La idea había llegado a mí, como un balde de agua fría sobre mi cabeza. El mayor solo era el vehículo del averno. Satanás castigaba mi debilidad, reprobaba mi comportamiento sumiso.
Cuando por fin terminó de fustigarme, se sentó al borde de la cama, cuidando de no hacerlo donde yo me había orinado. Me contempló nuevamente, inmaculada, sin rastros de agresión sobre mi cuerpo. Mi vestido estaba roto y mi cabello despeinado, pero esa escena no le complacía.
-¿Complacido? -Pregunté, tratando de ocultar el temblor de mi voz. -¿Estoy castigada apropiadamente, Herr Mayor?
-Eres una maldita perra. –Dijo Papá, con rencor. –Al igual que tu madre. –Se levantó y salió de la recámara, cerrando la puerta tras de sí.
Poco a poco me desvanecí en un sueño profundo, fatigada por el dolor que me habían infligido. "El dolor es un arte incomprendido" me había dicho mi padre en cierta ocasión. Y que razón tenía el maldito nazi.
Caricias absurdas de manos rugosas me despertaron al anochecer, sin saber qué hora era exactamente. Afuera, una noche fría y oscura, y fuertes vendavales azotaban inmisericordes los árboles. El viento rugía furioso, y en él viajaban las voces del infierno. Aún estaba desplomada en el suelo, y el cuerpo me dolía tanto, que incluso el solo respirar se había convertido en un martirio para mí. Como supuse, no había nadie a mi lado, solo ese tacto maligno y una respiración estentórea en mis oídos. Mis bellos amantes, los desgraciados sirvientes de Lucifer, jamás dejarían de atormentarme. Estaban allí cuando fui expulsada de las mil veces profanadas entrañas de mi madre, y seguirían a mi lado más allá de la muerte.
No debía temerles. No tenían poder para vencerme. Yo era la hija del mismísimo Satanás, rey de las tinieblas.
La imagen de Barbie llenó mi mente. La veía con claridad, torturada y muerta por mis pequeñas manos. Había sido una lástima no comer su carne después de arrebatarle la vida. Se me antojaba arrancarle las tetas a mordiscos, y devorarlas. Quizá habría iniciado por los suculentos pezones que las adornaban. Quizás. Pero ahora su carne ya estaba fría, y tal vez maloliente. De no haber sido por esos malditos engendros, Barbie sería ahora parte de mí.
Me levanté, y anduve por la casa con gran dificultad. Las piernas me temblaban, y en un par de ocasiones caí sobre mis rodillas. Anduve por la casa sin encontrar un arma con que asesinar a mis padres. Un cuchillo de cocina, era todo a lo que podía aspirar. Lo empuñe con fuerza, y me dirigí a la recamara principal.
No lo niego, me sentía excitada, pero el miedo era mayor. Mi corazón latía con fuerza, y temía que esa potencia cardiovascular despertara a papá.
Ese bastardo merecía morir, lenta y dolorosamente, pero dada su fuerza superior, lo tendría que hacer de un solo golpe.
No lo llamarían a las puertas del edén, por que la deuda trascendía su carne de cerdo. Cuando se unió al partido Nacional Socialista les vendió su cuerpo, ahora, tras los genocidios les debía el alma.
Abrí la puerta lentamente, y ésta chirrió como una alarma lejana. Me detuve al momento, con cierta expectación. No hubo ninguna respuesta, y continué acercándome. El corazón golpeaba mi pecho con mayor ímpetu, y el erotismo de la muerte y de la sangre se apoderó de mí, como una potente droga.
Gran sorpresa me lleve al ver que el Mayor SS no estaba en su cama. Giré abruptamente esperando encontrarlo en algún rincón de su enorme y fastuosa recamara, esperando por mí, pero él no estaba allí. Solo mamá y yo nos encontrábamos en la estancia. Ella dormía apaciblemente, y yo me sentía la imbécil más inconmensurable del tercer Reich. Afuera el viento se arremolinaba, los cristales golpeaban contra los marcos y el aire gritaba mi nombre. Un centenar de moscas entró por la ventana y revoloteaban por toda la estancia, zumbando frenéticamente. El aire estaba gélido y mi cuerpo comenzó a temblar sin que pudiera oponerme. Sabía que aquello era señal inequívoca de que los demonios habían entrado, y de que estaban coléricos como yo temía. Miré a mí alrededor ávidamente, pero no hallé señal alguna de su presencia. Realmente, no tenía ni idea de cómo podrían manifestarse ni de cuál sería su número. Y en aquel momento los vi sobre los muros. Eran de facciones repugnantes y dantescas, desdibujadas, pero más nítidas que las sombras que acostumbraban acecharme, e intuí que me estaban escudriñando y supe que su mirada contenía odio puro, indescriptible.
Los cristales volaron en mil pedazos, y yo apenas tuve tiempo de cubrirme el rostro con los brazos, y decenas de fragmentos de vidrio se me incrustaron en ellos y en el resto del cuerpo. Algo andaba muy mal, nada de eso debería de estar pasando. Baje los brazos lánguidamente y observé que las pisadas de algún engendro ciclópeo e incorpóreo se acercaba desde el amasijo de creaturas infernales hacia donde yo me encontraba, haciendo crepitar la madera, y me asusté, porque sabía que aquellos que habían comparecido no pertenecían a mi guardia original. Detrás de mí se levantó un fuerte viento que levantó los faldones de mi harapiento vestido, erizándome la espalda has la médula. Las pisadas se frenaron a unos centímetros de mí, y comenzaron a rodearme muy lentamente, como un depredador midiendo a su presa antes de abatirse sobre ella. Una fetidez repugnante se adueñó de la alcoba. Sentí ganas de vomitar, doblándome un par de veces por las arcadas. Me encontraba embargada por el pánico, y cuando estuve a punto de salir corriendo de aquel lugar maldito, una voz sonó a mis espaldas:
-Él espera por ti.
Me giré precipitadamente, casi tropezando con mis propios pies. Una figura borrosa yacía impasible al fondo de la habitación. Era una enorme figura negra, que portaba dos grandes cuernos retorcidos. Carecía de ojos, sin embargo, sentía sobre mí una mirada llena de un desprecio profundo y arcaico. Con un gesticular apocalíptico, una sonrisa completamente falta de dicha, volvió a decir:
-Él espera por ti.
Aquella voz me acobardó. Era cavernosa y lúgubre, como emergida de la garganta de un león. Traté de proferir alguna oración, pero las palabras se me atascaron en mi garganta. De pronto, el demonio comenzó a emitir terribles sonidos agónicos, como queriendo imitar una carcajada humana. El muy bastardo se burlaba de mí, yo me sentía injuriada, humillada. Pero no podía hacer nada al respecto. Todo quedó en una completa y absoluta oscuridad. Fui siendo presa de un paroxismo extremo, de una desesperanza ahogada, me encontraba sin salida, y algo aguardaba a mis espaldas, podía sentir la respiración enardecida de ese algo, su aliento tórrido pegado a mi nuca, incluso sus pensamientos homicidas.
Me di cuenta que el corazón me latía demasiado aprisa, y que el aire me faltaba al respirar. Sentía que se me abría el pecho como si intentaran extirparme el corazón. Necesitaba sentarme, pero deseché esa idea de inmediato. Me llevé la mano al pecho y traté de serenar mi perturbada respiración. "¡Maldita sea! ¡No puede ser!" me decía mentalmente, porque no me atrevía a levantar la voz.
En el rincón donde había estado la bestia ya no había nadie. Agucé mis sentido y percibí algunas decenas de cuerpos demoniacos retorciéndose sobrenaturalmente sobre el piso y sobre las paredes. La fetidez se intensificó y los muebles comenzaron a temblar estrepitosamente. De pronto sentí un dolor extraordinario en la espalda que casi me parte en dos. Yo grité agónicamente, y caí de rodillas al suelo. Me levanté al momento, dolorosamente, y me erguí nuevamente. Bien sabía que si no demostraba quien era, quedaría a merced de lo que hubiera a mi alrededor, y bien sabía que no tendrían ningún tipo de piedad. Pero algo me acosaba a mis espaldas, algo me decía que tenía que correr, un sudor helado corría por mi cuerpo y me penetraba con su crudeza hasta la médula. Sentía ganas de orinar, ganas de gritar, ganas de correr, pero no podía hacer nada.
El control se me iba de las manos, mis músculos no respondían, mis pensamientos se atropellaban los unos a los otros, mis nervios estaban destrozados. Trate de huir para no morir ahí, pero no pude, estaba en un punto crítico. Un olor a descomposición penetraba por mi nariz, era un olor a exhumación, a emanación sepulcral.
Me llevé las manos a la cabeza, pues ahora tiraba de mis cuernos, haca arriba, parecía que ahora querían arrancármelos, como si no fuese digna de portarlos. Una mano invisible me tomó de la cola, y comenzó a jalarla con ímpetu, yo abrí mi compás para poder resistir la fuerza con que me atraían hacia el suelo; lo que menos deseaba era yacer en el piso, a su completa disposición. Mordían mi pecho y mis piernas. En mi espalda estallaron latigazos que abrieron mi carne con prontitud. Ríos de orina surgieron de mi interior, corriendo entre mis piernas e inundando mis zapatos, pero eso ya no me importaba, yo estaba aterrada, ciega y sorda de espanto. Solo entonces supe que jamás lograría salir con vida de ese lugar, y desesperada comencé a gritar, más allá de mis propias fuerzas. Lloré con la potencia que me permitieron los pulmones, hasta desgarrar por completo mis cuerdas vocales. Chillé y aullé hasta enronquecer, cerrando los ojos con fuerza, acompañando la disonancia que ya se debatía a mí alrededor, en una orquesta infernal.
Y sin más preámbulos, todo cesó. La estancia se iluminó nuevamente, y la calma reinaba a donde quiera que mirara. No sé cuánto duró mi silencio. Cuando sentí que la sangre volvía a recorrer mis arterias, sentí una carga de electricidad obrando por todos los meandros de mi rígida anatomía, devolviéndome la facultad de mover los músculos. Desperté de mi ensimismamiento. Escudriñé el lugar, asustada, en busca de lo que obviamente no quería encontrar, para mi gran fortuna y alivio no lo hallé. Sin embargo, aún me sentía insegura, asustada, en peligro.
Miré hacia la cama. Descubrí que aquellos demonios habían decapitado a mi madre, y destrozado su cuerpo en cientos de fragmentos. Me horroricé, y el miedo que sentía hacia esos engendros se acrecentó. Es cierto que yo misma iba a darle muerte a esa mujerzuela, y su asesinato no me afectaba, lo hacia la forma en que había sido liquidada. Significaba que los heraldos de Satanás no solo tenían el poder de torturarme, si ellos lo deseaban podían destruirme a mí y a toda la humanidad.
Sentí que las piernas apenas me sostenían, me temblaban como a una jirafa recién nacida, y el cuerpo en lo general me dolía, me ardía. Me sentí sin fuerzas, débil mi cuerpo, débil mi humanidad, cansada mi mente y mi voluntad. Apresure mis pisadas y me fui de bruces al suelo, golpeándome violentamente la cabeza, sentí la sangre manar por mi piel y un dolor muy agudo. Mi rabia se equiparaba a mi miedo. Lloré de impotencia, lloré porque me sentí humillada, por ser una cobarde, lloré porque yo no era nada.
Salí del palacio, arrastrando los pies, como un muerto viviente, sin rumbo alguno. Todos en la propiedad habían corrido la misma suerte que la libertina de mi madre, solo yo había sobrevivido. Mis cuernos habían crecido significativamente, y mi cola había recuperado su movimiento. Hace algunas horas, eso me habría levantado el ánimo, pero ahora nada me importaba.
He visto a ese demonio de nuevo, es aterrador escucharlo bufar, escrutándome, respirando en mi rostro, oler se hedor. Mis nervios son un revoltijo de pulsaciones eléctricas incontrolables, me hace orinarme en mis bragas, vomitar compulsivamente. ¡Es imposible luchar en su contra! Ahora tengo una consigna en la cabeza, una imperante orden que me provoca la funesta visión, mi voluntad es un autómata sometido, y esa directiva se ejecutará hasta el último segundo de mi existencia.
El muy hijo de puta quiere que lo adore, quiere que sea su servidora, su sierva, su prostituta. El maldito traidor desea quebrantar lo dispuesto en el Monte del Juramento. Le he ofrendado familias enteras, los asesino y los descuartizó con mis propias manos para después embutirme sus órganos y beber la sangre. He llorado por horas. Vivo en un inquebrantable pánico, en un odio perpetuo contra todo. No quiero seguir viviendo, es imposible hacerlo de esta manera, no puedo seguir viviendo vinculada a ese maldito hijo de puta. ¡Daría cualquier cosa por quitarme la vida! Pero simplemente no puedo rendirme. No tan cerca de mi objetivo.
La guerra aún continua, y el tercer Reich se desmorona; y solo hay una persona por la que el rey de las tinieblas vendría personalmente: Adolf Hitler. Tengo que llegar a él antes de que muera. Tengo que ver al primer caído. El me librará de ese maldito narcisista y traidor diablillo; después de todo Satanás es mi padre.
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Luzbel
HorrorLuzbel es una semidemonio nacida en la tierra. Atormentada por el infierno y maldecida por el cielo, ella busca terminar con su existencia.