Capítulo 7

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♦HASTA el final, nunca me hizo preguntas ni sobre mi familia ni sobre los motivos de mi huida. Tal vez le importaba poco: pensaba que todo eso era asunto mío, que no tenía porque rendirle cuentas a él, que a los doce años tenía derecho de estar donde se me antojara. Cuando le pregunté si me podía quedar hasta el final de la semana, contestó simplemente:
–¿Necesitas esconderte?
–¡No!... Bueno... sí, un poco...
–Quédate todo lo que quieras, hermanita.
Entonces le prometí que le iba a hacer una carlota de chocolate para agradecerle, y llamé a la contestadora de papá para dejarle la dirección y decirle que me viniera a recoger en cuanto llegará.
El martes por la tarde fuimos a bañarnos. Bueno, más bien yo.
Estaba harta de ese cuarto. Me aburría mortalmente. Me dieron ganas de darme un baño. No había bañera en la casa de David y el lavabo era algo pequeño... Él estaba escuchando música, con unos audífonos sobre las orejas; desconecté los audífonos y le pedí:
–Llévame al estanque.
Se volvió a mirarme, sorprendido.
–¿Que dices?
–Que tengo ganas de bañarme, llévame al estanque.
Suspiró:
–No tengo ganas de salir... además creía que te estabas escondiendo...
–El estanque está lejos, y nunca hay nadie allá. ¡Anda, sé bueno, llévame!
–Otro día, Roxana.
Puse cara compungida.
–Anda, hermanito grande...
Eso funcionó. Dejo los audífonos en la cama.
–Bueno... ¿dónde está tu piscina?
–¡No es una piscina, es un estanque!
Solíamos ir allí de día de campo los domingos, cuando yo era pequeña. Llegábamos muy temprano por la mañana. Papá y yo pescábamos y luego encendíamos una fogata mientras mamá preparaba los pescados. Y si no habíamos pescado nada, comíamos huevos duros. A la hora de la siesta, dormíamos sobre una cobija extendida en la hierba, y yo los oía darse besitos.
–A treinta kilómetros de aquí en la montaña.
–¡Pero no tengo coche!
–¡Ay, no! ¡No es posible! ¡Que me lleves al estanque, te digo!
Se levantó y salió gruñendo entre dientes un "Ahora vuelvo". No sé porque insistí tanto: no suelo ser caprichosa. Creo que tenía ganas de sentir el aire fresco, de enseñarle un lugar bonito, lejos de ese cuarto mugroso. Por eso fue.

Lo oí tocar en casa del vecino, y volvió haciendo sonar unas llaves en la mano. Tan sonriente como poco amigable había estado hacia dos minutos, dijo: 

-¡En marcha, princesa!

Estaba tan contenta que lo abrace y le di un beso. Aunque luego sentí que había sido demasiado atrevida. No hacia ni veinticuatro horas que nos habiamos conocido.

Se puso su chamarra, la que llevaba siempre que salía, para que nadie viera sus brazos. Tomé mi bolsa y bajamos las escaleras de cuatro en cuatro. Cuando llegué abajo me detuve en seco y le pedí que echara un ojo afuera de la calle. Tenía miedo de que estuviera llena de policías, con sus fusiles al hombro, como el día en que los gangsters  asaltaron el banco que esta junto a mi casa. Pero no había nada sospechoso. Apenas divisamos el coche y ya estábamos subidos en el R5 rojo. Me acosté en el piso, en la parte de atrás, hasta que salimos de la ciudad, y luego trepe por encima del sillón delantero para pasarme al lado suyo. Viajamos con las ventanas abiertas de par en par y el viento hacia bailar nuestro cabello. Bueno, no tanto el suyo, porque lo tenía mas bien corto.

Manejaba despacio. Teníamos tiempo de escuchar a los grillos, y los rayos del sol nos calentaban por el parabrisas. Era como si me hubiera escapado de la cárcel. Bajé la visera y me miré en el espejo. Sonreí. De reojo, miré a David en el espejo retrovisor. Su rostro no se veía cansado, a pesar de sus mejillas hundidas. Nos sentíamos de veras bien. Entonces pasé mi brazo sobre su hombro, porque de verdad hubiera podido ser mi hermano.

Estacionamos el coche cerca de un campo y subimos a pie por un camino empedrado estrecho. Al llegar arriba, descubrimos el estanque en medio de los árboles y los pinos. Era más hermoso que un cuadro. ♦



Un pacto con el diabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora