Desperté cuando Clara, todavía dormida, se giró y me dio un manotazo. La última vez que vi el reloj en la pantalla del celular eran las tres de la mañana con veintiséis minutos; pero después de eso seguimos charlando durante un poco más. "Entonces me dormí cerca de las cuatro", deduje con una mezcla de somnolencia y mal humor. Jalé la sábana para cubrirme, ya que Clara tenía la mala costumbre de acapararla. Fue inútil: apenas sintió mi intento, se volteó hacia el otro lado, dejando media sábana debajo de ella.
―¿Ya leíste sus mensajes? ―preguntó mi mejor amiga sin abrir los ojos.
―Vuelve a dormir ―espeté y le eché encima la poca sábana que me quedaba―. Voy al baño.
―Me traes algo.
Cuando me senté en la orilla de la cama y estiré mis brazos, descubrí al nuevo habitante de mi alcoba. No Clara, ella solía ir a dormir ahí cada vez que le daban ganas, sino el conejo. El Señor Conejo, como mi amiga lo bautizó. Caminé hacia él, acaricié su cabeza y le rasqué detrás de las orejas. "De verdad es muy lindo, Alex. ¿Por qué eres tú tan idiota?", murmuré.
Mi celular vibró: era fácil adivinar de quién era el mensaje.
Recordé a los dos hombres, frente a frente, conmigo en medio como un trofeo de carme y hueso y un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Qué hubiera hecho si llegaban a los golpes? Seguro habría corrido a ponerme en medio, pero no estaba segura de para defender a quién.
¿Pero por qué Alejandro no me llamaba si es que estaba tan interesado en hablar conmigo? Es decir, tenía mi número de celular, de casa, el teléfono de mis padres, incluso el de mi trabajo, mi correo... Todo. ¿Por qué atreverse a venir hasta mi casa? Maneras le sobraban para comunicarse conmigo y, sin embargo, había esperado hasta esa noche. ¿Por qué?
Un nuevo mensaje. Resoplé.
Tal como sospechaba: los mensajes provenían de Mateo. ¿A qué hora trabajaba ese hombre? No los leí; dejé caer el celular en la cama, peligrosamente cerca de los pies de Clara, y fui al cuarto de baño.
Bañarme era uno de los placeres que más disfrutaba desde pequeña. De alguna manera, ese rectángulo de paredes blancas brillantes, con grabados de cisnes y patos, tomaban la forma de un refugio; de una pequeña fortaleza de vapor. Mamá solía decirme que, cuando yo era niña, podía pasar horas enteras bajo el chorro del agua caliente.
Conforme la espuma y el agua se mezclaban sobre mi cuerpo, sentí como mi propia preocupación se desvanecía, no por completo, sino hasta convertirse en apenas un susurro débil, pero contundente. El primer paso hacia la solución llegó a mí con el aroma a frutos rojos de mi champú.
―¿Te bañaste sin mí? ―preguntó Clara, todavía acostada, cuando me vio con la toalla anudada―. Te quería frotar la espalda.
―Vete a frotársela a Javier...
―Uy sí... podría frotársela tooooodo el día... ―mi amiga sonrió, perversa.
El creciente calor en mis mejillas no me permitió continuar. Clara se carcajeó con ganas, con una risa honesta y traviesa, tanto que incluso tuvo que sentarse. Mi amiga tenía una facilidad asombrosa para sexualizar cualquier comentario o situación, virtud que le servía mucho para ocupar el papel de "Chica divertida" en cuanto grupo pertenecía.
Me fingí herida y fui hacia el espejo de cuerpo completo, la pieza con más valor sentimental de mi habitación. Cuando mi abuela murió, hijos y nietos corrieron a su casa para repartirse el recuerdo de la difunta. Yo tendría catorce o quince años por ese entonces. Mis tíos y primos vagaban por la casa como aves de rapiña. "Yo quiero la vajilla", "Yo quiero el cuadro", "Este sillón es mío". Mamá me llevó directo a la recámara de la abuela y señaló el espejo. "La abuela quería que lo tuvieras", exclamó para mí, pero en un volumen tan alto como para que hubiera testigos.