Tanto tiempo...
En mi cuerpo se puede leer «1925». Es el año en que nací.
No hablaré de toda mi vida. En ella hay historias muy interesantes de todo tipo, verdades que muchos humanos no imaginarían y anécdotas que harían reír a muchos otros. Historias felices e historias tristes. Pasé por tantas manos que no podría haberlas contado, aun si hubiese querido. Pero, como dije, no hablaré de toda mi vida.
Solo hubo una parte de ella tan importante para mí que merece ser recordada, o tal vez sea la que más debiese haber olvidado. Porque fue tan hermosa como horrible.
Duró solo seis días. Comenzó cuando María Cienfuegos, una anciana viuda con la que viví bastante tiempo, me dejó caer en un descuido en una gran avenida. Un hombre cuarentón de aspecto muy pobre me recogió dejando escapar un pequeño gesto de entusiasmo y me guardó en el bolsillo de su viejo pantalón. Luego sabría que se llamaba Rodrigo. El maldito pedazo de mierda.
No suelo utilizar palabras de ese estilo, nunca me gustaron, pero cada vez que recuerdo a ese hombre son las únicas que vienen a mi mente. Y no hay otras que lo describan mejor.
Después de una larga caminata llegamos a su casa, una mediocre construcción de madera en medio del barro junto a muchas más, cuando ya la luna reinaba en el cielo.
Me tomó y me dejó en un frasco ubicado en una estantería en la cocina. Se podía oír el mar a lo lejos. Las olas que rompían contra las rocas me distraían por momentos y hacían mi monótona existencia un poco más llevadera. Esa fue mi primera noche allí.
Y entonces ocurrió lo que cambiaría mi vida. A la mañana siguiente vi una niña, una hermosa niña de unos siete años que corría desde el jardín entrando por la puerta a unos metros de mí. La llamaban Aleen. Siempre recordaré su rostro, era delicado, derramaba inocencia, sus cabellos eran castaño claro y sus ojos algo más oscuros, derramaban dolor profundo.
La amé.
La amé como nunca imaginé que amaría. Nunca imaginé siquiera que sería capaz de amar.
Me hubiese gustado tomar sus manitos, acariciar su cabeza. Poder decirle palabras bonitas. Pero, aun así, cada vez que la veía me invadía una enorme felicidad que no podía evitar. Hasta que me di cuenta de su triste realidad. Además de la evidente pobreza en la que vivía, su padre era alcohólico, el hombre que me recogió. Y casi todas las noches, al llegar, el monstruo se dedicaba a maltratar a su esposa y a su hija.
Estar prisionera en este cuerpo de plata siempre ha sido una tortura. Pero jamás el dolor y la impotencia había sido tanta como en esos momentos. Esos momentos cuando podía escuchar los gritos, el llanto, los golpes, las cosas rompiéndose. Habría dado todo, absolutamente todo por poder protegerla.
Que no tenga ojos no significa que no quiera llorar.
Recuerdo que una tarde la niña se sentó a unos metros de mí, en la mesa, y se puso a dibujar. El sol entraba por la ventana y la iluminaba, parecía un ángel. No podía apartar mi vista de ella, tampoco quería hacerlo. Su rostro, bello, se arrugaba ligeramente, concentrada en las líneas que formaba con el crayón. Dibujaba mariposas. Solo mariposas. Y yo la observaba, embelesado. Completamente enamorado. Podría haberla visto dibujar toda una eternidad y hubiese sido feliz.
Pude ver un moretón en su carita. Fue cuando toda esa felicidad se esfumó como si nunca hubiese existido, siendo reemplazada por completa aflicción.
Al día siguiente su madre la mandó a comprar pan, y me tomó entre sus manos. Fui invadida por una tormenta de sentimientos. Al fin la pude sentir. Sentir su tibieza y su dulzura, pero también su amargura, su dolor, su inocencia quebrantada.
Eso pasó hace cincuenta y nueve años. Nunca volví a verla ni a saber de ella luego de que me entregara al vendedor a cambio de dos piezas de pan. Y aun la amo tanto como la amé esos seis días. No hay momento en que su rostro no esté dibujado en mi pensamiento.
Sé que esa niña no sintió nada por mí. Que ni siquiera supo de mi existencia. Eso no me molesta, no es su culpa. Incluso si supiera de mí no hubiese estado obligada a amarme. No es su culpa...
Y aquí estoy ahora, delirando. Divagando entre mi pasado y mi inevitable destino fatal. Hablando conmigo mismo como si de un público se tratara. Olvidado, y solo. A segundos de ser fundido junto a miles de otras como yo. ¿Cuánto habrán sufrido ellas? Miserables presas de un cascarón inútil. Dueños de vidas marchitas.
Muchas veces me he preguntado por qué Dios nos hizo así, o tal vez yo sea el único. Tal vez Dios no exista.
Pero nada de eso me importa. Me alegra luego de tantos años encontrar mi final, lo más probable es que a ellos también. Supongo que el final es malo únicamente cuando interrumpe algo lindo. Solo desearía haber podido hacer algo por mi pequeña Aleen. Quiero pensar que tuvo una buena vida. Un final feliz.
Si de algo sirve, es lo que más deseo.
MI último deseo.
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Últimas palabras
Short StoryNo hace falta tener ojos para querer llorar. No hace falta tener corazón para tenerlo roto. Y duele... Todos los derechos reservados. Está prohibida su copia, adaptación o uso sin permiso.