Nunca te haré llorar.

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Él caminaba con las manos dentro de los bolsillos de la gruesa chamarra de pana. Casi era invierno y apenas regresaba de una visita al caballo del señor Reynolds, al ser el único veterinario del pueblo su presencia era necesaria a cualquier hora del día entre todos los habitantes. De regreso de su visita, decidió dejar su camioneta en su consultorio y volver a casa a pie. Los acontecimientos acaecidos por la tarde le llenaban de conmoción, por decirlo de alguna manera.

Desde que conociera a Candy, hace tres años, habían sido amigos inseparables, no es que él hubiera pasado por alto lo hermosa que era, o cómo se movían sus pecas sobre su nariz cuando gesticulaba con la cara, o cómo podría ser capaz de hundirse en sus ojos que parecían dos esmeraldas, o cómo su maravilloso cuerpo podía hacer perder la cabeza a cualquiera que la conocía; pero sabía que ella solo podía ofrecerle su amistad. Una amistad que nació al comprender que Candy estaba profundamente herida por la conducta de su esposo, y por lo tanto, eso hacía que desconfiara de los hombres, y lo peor de todo, de que el amor verdadero existiese.

Por eso él decidió ganarse su confianza desinteresadamente. Y le ofreció su amistad sin esperar nada a cambio, solo el deseo de que recuperara la confianza en sí misma y elevara su autoestima. Y ella lo había aceptado.

De esa forma, había podido estar cerca de ella y ser su paño de lágrimas cuando se instaló su esposo en el pueblo. Aunque durante ese tiempo él se mantuvo alejado de ella para evitar darle una opinión parcial, una vez que el actor se marchó, él la sostuvo en su pesar. Sabía que ella no le amaba lo suficiente como para regresar con él, pero aun así, había sido doloroso para ella.

Y así habían continuado. Como amigos, confidentes y compañeros. Él estaba seguro que lo que sentía por ella era solo cariño fraternal, pero esa tarde se dio cuenta que era algo más, mucho más profundo.

Ella lo había acompañado, como casi siempre lo hacía cuando su trabajo lo permitía, a sus visitas particulares. Con el caballo en cuestión, estuvieron trabajando casi toda la tarde, este tenía el tobillo lastimado y cuando Albert se dispuso a vendarle la herida, ella se la quitó de las manos. Fue un roce suave, común y corriente, como otros tantos en tres años, pero ese día fue diferente. Sus dedos se rozaron y ella se quedó paralizada, él no se quedó atrás. Sus miradas se encontraron, el aire se tornó electrizante y el tiempo se detuvo. Parecía como si estuvieran en una especie de trance, y él recorrió su bello rostro como si fuera una caricia íntima. Y cuando se posó en sus labios color carmín, fue como si sus dedos los recorrieran con infinita ternura y pasión contenida.

La mirada ansiosa que apareció en sus ojos celestes, dio a entender que ya la había besado. Y ella también lo sintió, pues dio un suspiro trémulo y bajo la vista. Con nerviosismo tomó la venda y la colocó en la pata del animal. Cuando regresaron, él pasó a dejarla a su casa, pues tenía turno en el hospital en que trabajaba. Y al despedirse, antes de entrar a su casa, ella le sonrió de tal forma que todo desapareció a su alrededor y hasta su corazón dejó de latir, pues en ese momento solo existía ella. Ya no hablaron de lo acontecido en la caballeriza, hasta el grado en que él pensó que ni siquiera había pasado.

¿Y qué había pasado? Se preguntó. ¿Acaso ella ya estaría lista para iniciar una relación? ¿Con él? Y él, ¿quería iniciar una relación con ella?

Sí. No tuvo que pensarlo siquiera. Por la forma en que ella lo miró, él supo que era el momento que había estado esperando todo ese tiempo.

Así fue como William Albert Andrew decidió conquistar el corazón de Candy White. Y ya sabía por dónde empezaría...

"Mi vida, yo sé que te han herido,

Sé que en estos momentos sientes,

Nunca te haré llorar.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora