Todo el libro...

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Miércoles 3 de septiembre de 1980

Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por la humedad, sin fuerzas siquiera para

arrojarme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Estoy aburrido, lateado: hasta pensar

me agota. Desde hace una hora, mi única distracción ha sido sentir cómo los rayos del sol

me taladran los párpados, agujas de vudú que alguna ex me introduce desde Haití o

Jamaica, de puro puta que es.

Pienso: no debí dejar los anteojos de sol en el hotel. Seguro me los va a robar alguno de los

imbéciles de mi curso; después van a achacárselo a una de esas camareras negras que los

muy huevones intentaron tirarse. Vuelvo a lo mismo: debí haberlos traído. No se puede

venir a la playa sin protección. No se puede andar sin gafas. Si estaban al alcance de mi

mano, en el velador, tan cerca. Incluso los estuve mirando un rato. Me los van a robar, de

puro huevón, de puro volado que soy.

Me dedico a pensar un poco, archivar el problema de los Ray-Ban, pasar a otro tema.

Reflexiono: es probable que nunca más haga tanto calor como hoy. Un grado más y todo

estalla, declaran estado de emergencia, evacúan toda la ciudad. Pero a nadie le importa. Lo

que para ellos es rutina, para mí es novedad. Y eso me apesta, me hace sentir un intruso, lo

peor.

Deben ser como las cuatro o las tres. Da lo mismo. Igual es tarde. Llegué al hotel cerca del

mediodía, cuando no quedaba nadie de mi curso, ni siquiera los más atinados. Los del B,

menos. Esos se levantan todos los días al alba para trotar, jugar vóleibol en la arena o ver el

sol aparecer en el mar. Después van a recorrer las tiendas de Rio Sul y compran esas

poleras para turistas gringos que dan vergüenza ajena.

Tengo sueño, creo que me voy. Recuerdo: cuando logré abrir los ojos y me di cuenta de que

estaba en el hotel, no en otro sitio como creía, pensé un poco, traté de ordenarme, planear,

por último justificar el día. No había muchas opciones: entre quedarme botado allí, sin aire

acondicionado —los del B lo echaron a perder—, o aprovechar el último día de playa para

agarrar aun más sol, no había donde perderse. Me levanté en la más tranquila y me vine

caminando hasta aquí frente al número Nueve de Ipane-ma, donde todos los que realmente

son alguien se apilan.

Mientras caminaba, me puse a divagar. Pensé en Chile y en mi vida, que es como lo que

más me interesa. Cuando algo parecido a una depresión comenzó a rondarme, cambié de

tema y me concentré en las vitrinas; caché, por ejemplo, que las poleras O'Brian se venden

en todas partes. Me sentí más seguro.

Después de andar varias cuadras así en la más lenta, sin alterarme porque estaba sudando y

todo eso, llegué a una plaza que marca el inicio de Ipanema, que es como el barrio bohemio

de Rio y está lleno de librerías y boutiques y bares muy chicos y caros.

Mala Onda-Alberto Fuguet Donde viven las historias. Descúbrelo ahora