Solo se veía una pequeña luz blanca al final del túnel. Así tan rápido cómo pudo, el chico escaló la pared estrecha llena de mugre quebrándose las uñas y dejando asomar un hilo fino que parecía ser sangre.
A lo lejos se oían como cánticos de sirena, las bocinas de coches de policía. En ese momento una serpiente blanca enroscada cayó sobre la cabeza de aquel preso de la casualidad. Una cuerda. Estaba a salvo, o eso parecía.
Tenía las manos irreconocibles, esas manos limpias y arregladas que habían sido de pianista parecían ahora las manos de un vagabundo que había decidido abandonarse a la vida.
Sintió como si volara cuando se dio cuenta que alguien tiraba fuerte hacia arriba para sacarle de esa cueva pestilente. Tuvo la sensación de que aparecía algo que no pudo reconocer, y al tacto supo entonces que los brazos de su padre lo arrastraban hacia lo que le pareció el nuevo mundo. Fue en ese instante cuando respondió a la sonrisa de su padre que la vista se le enturbió y cayó inconsciente entre sus brazos.