Capítulo cuatro. No hay espacio para un perro.

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Me senté en mi escritorio para comenzar la desagradable clase de biología. Hoy nos entregarían a los animales que tendríamos que cuidar. Un perro, un jodido animal que nunca se cansa y que además riega su pipí por todo lado. Yo no tengo tiempo para esto.

—Muy bien, vamos a ir al gimnasio, allí tienen a los animales —indicó el Profesor Richarson recargándose en el escritorio.

Todos los estudiantes se pusieron en pie,  así que hice lo mismo para caminar hacia afuera. Andaba con pesadez, puesto que no había dormido para nada bien, me había dado un jaqueca horrible y mi humor no era el más amable.

—Ujuy, que cara tienes, Salvaje —dijo su voz particularmente molesta por detrás de mí. El hecho de que me llamara “Salvaje” estaba comenzando a irritarme.

No respondí, no iba a darle cuerda, porque si lo hacía, con mi ánimo de esta manera, esto iba a terminar muy mal.

Lo bueno es que antes de que su boca soltara alguna otra animalada, llegamos al gimnasio y cuando crucé las puertas de metal grises, pensé en correr.

Oh no, yo no iba a encargarme de uno de esos.

Los perros no eran de esos que miden treinta centímetros de alto. No. ¡Esas cosas medían un metro, por lo menos!

—Señor Richarson, no creo ser capaz de mantener uno de estos en mi casa —dije con seriedad. Eran demasiado grandes.

—¡Escojan el de su preferencia! —exclamó mi profesor ignorando completamente mi objeción.

—Menudo proyecto de porquería… —murmuré para mí misma y caminé hasta la gradería, me senté allí. No pensaba buscar un mega-perro para cuidar, me niego.

—Señorita, si usted tiene alguna disconformidad con su proyecto, perfectamente lo podríamos discutir en dirección —amenazó, mirando por encima de sus anteojos. El mismo gesto que siempre usaba cuando alguien trata de pasar por encima de sus reglas.

—No se preocupe, Señor —me negué entre dientes—. Mi compañero está buscando —dije y miré hacia el centro de la cancha del gimnasio buscando a Tanner. Él estaba como siempre coqueteando con unas chicas, que a decir verdad, a penas hoy veía. En realidad, tenía sus atributos. Una piel bronceada en su punto exacto, un cabello castaño brillante, unas cejas gruesas marcadas, una nariz recta y varonil, y un par de ojos color gris que sabían perfectamente como derretir a una chica. Además de por supuesto, la sonrisa de comercial de televisión, la espalda ancha y las piernas tonificadas que tenía. Cualquiera moriría por tener algo así como novio. Es asqueroso ver como todas babean y lo alaban. Y pensar que detrás de eso, no hay nada. Está vacío.

—¡Tanner! —grité con enojo. Él volteó su cabeza con su sonrisa de rompecorazones y la ceja levantada— ¡El perro!

—¡¿Qué?! —gritó de vuelta ahora con el ceño fruncido.

Le señalé hacia dónde todos desamarraban las correas de sus ahora, hijos adoptivos. Mi compañero se encogió de hombros y yo rodé los ojos. Genio.

Caminé hasta dónde se encontraba y lo tomé por la camiseta jalándolo hasta dónde todavía había algunos animales atados.

—¿Podrías concentrarte? —dije con fastidio.

—¡Suelta la camisa, las vas a estirar! —exclamó con el tono de niñito ricachón que la mayoría de personas en este centro educativo tienen.

—El perro —repetí sin importarme en realidad lo que le esté pasando a su camiseta de nueva colección.

Tanner caminó más cerca de los perros y comenzó a analizar cada uno.

—Este está bien —dijo poniendo su mano encima del lomo de un can bastante grande, tenía el pelaje de un color almendrado y un poco largo, sus ojos negros como la noche me miraron.

El rey de los idiotas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora