Capítulo 9

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―Perdón por aparecer así ―dijo Mateo tan pronto tomó asiento del conductor―. Es sólo que me quedé preocupado por lo que ocurrió anoche.

Asentí con incomodidad. Éramos opuestos. Yo estaba vestida con ropa sencilla, mientras que Mateo iba de traje azul marino y una camisa tan blanca que parecía estar hecha de nubes entretejidas. Yo llevaba el cabello recogido en una coleta; él estaba peinado hacia atrás. Yo olía sólo a mi champú; mientras que él despedía ese aroma tan varonil que me encantó desde la primera vez. En el asiento trasero, junto a Clara, había una maleta deportiva, lo que sólo podía significar que antes de venir por mí estuvo en el gimnasio. Me pregunté a qué hora se despertaba y cuánto tiempo invertía ese hombre para verse así.

Los dos nos miramos fijamente durante unos segundos; entonces él tomó una de mis manos y la llevó hasta sus labios para depositar un tierno beso apenas unos centímetros por encima de los nudillos: sentí una corriente eléctrica recorrer mi cuerpo. El espacio entre nosotros se hacía más y más pequeño.

Sonrió, y por mi cabeza pasó la idea de que nadie en el mundo podría resistirse a esa sonrisa.

―Auxilio, estoy a punto de morir ahogada en miel ―dijo Clara, al mismo tiempo que lo escribía en su cuenta de Twitter. Por un segundo olvidé que mi amiga iría con nosotros―. Hashtag: mil formas de morir.

Mateo volteó a verla y le dedicó una sonrisa muy diferente a las que me daba a mí. Era evidente que no le agradaba la idea de que mi amiga nos acompañara a desayunar, pero era demasiado cortés como para admitirlo en voz alta.

―Entonces... chilaquiles, ¿verdad?

―Sí, ¡y conozco el lugar perfecto! ―me adelanté. Presioné mi índice sobre los labios entreabiertos de Mateo para no dejarlo hablar―. Es el favorito de mis padres y quiero que lo conozcas. Por favor. A la siguiente iremos a donde tú digas.

Él besó mi índice en señal de consentimiento. Se acomodó de nuevo en su lugar y encendió el coche.

―¡Ah, no!, ¡No, Anabel! ¡Jamás! ―me había dicho Clara apenas unos minutos atrás, cuando le pedí que nos acompañara a desayunar. Se sentó en la orilla de la cama y cruzó los brazos―. Sabes que no me gusta ser mal tercio.

―Sí, pero te encanta la comida gratis. Anda, es sólo un desayuno. Y algo me dice que sólo cenaste amor anoche ―sus hombros bajaron de golpe―. Necesitas reponer esas calorías.

Resopló, lo que causó que un mechón de cabello se elevara; hubiera sido genial que en ese momento su estómago rugiera para agregarle emoción a la escena. Debía dar el último golpe. Necesitaba convencerla.

―¡Anabel! ―gritó mi padre.

―¡Ya voy, papá! ¡Dile que ahora bajo, por favor! ―regresé mi atención a Clara―. Hazlo por mí.

Sabía que mi padre no invitaría a Mateo a entrar a la casa por voluntad propia. A mi exnovio no lo dejó entrar sino después de diez meses, y eso porque no tuvo otra opción, ya que mi mamá se lo ordenó. Fue una velada muy incómoda para todos, ya que mi papá aprovechó para cuestionar cada uno de sus gustos y de alguna manera se las arregló para nunca dejarnos a solas.

Clara metió la primera pierna en sus jeans ajustados.

―Que quede claro que lo hago por ti.

Fui hacia ella y le di un beso en la frente. «Eres la mejor amiga del mundo», murmuré. «Lo sé», se ufanó ella. De haber sabido mis intenciones, seguramente mi amiga no hubiera aceptado ir con nosotros.

Labios color arándanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora