CAPITULO I
Había una vez, un matrimonio sumamente pobre. No tenían pan que poner en la mesa ni mesa para poner el pan. No tenían casa alguna donde colocar aquélla, ni pedazo de tierra en el que pudieran construir una casa. Si hubiesen poseído un pedazo de tierra, habrían podido hallar algo con que edificar la casa. Si hubiesen poseído esta casa, habrían podido tener en ella la mesa, y si hubiesen tenido la mesa, de vez en cuando, sin duda, habrían podido hallar un poco de pan que guardar en ella. Pero como no tenían ni terreno ni casa, ni artesa ni pan, eran, en verdad, de los pobres muy pobres, y lo que más falta les hacía era una casa propia donde pudieran encender algunos troncos secos, y sentarse a charlar junto a la luna.
CAPITULO II
La víspera de Navidad este pobre matrimonio se sentía más pobre y más triste que nunca.
Mientras iban lamentándose por la grande carretera solitaria, rodeados de las negras tinieblas de la noche, se encontraron con un pobre perro que ladraba tímidamente.
Los pobres son bondadosos con los pobres, y se ayudan unos a otros, y aquellos dos pobres tomaron al perro consigo, y no se cuidaron de comer ellos cosa alguna, sino que dieron al animal un poco de comida que les habían proporcionado de limosna.
El perro, después de comer, echó a andar delante de ellos y los guió a través de las negras tinieblas hasta una vieja cabaña abandonada.
Había dos banquetas y un hogar en esta cabaña, según pudieron ver por un rayo de luna, que lució y desapareció al mismo tiempo, y el perro desapareció también con el rayo de luna.
CAPITULO III
Asustados pronto se hallaron sentados en la oscuridad delante del negro hogar, que la falta de fuego hacía todavía más negro.
-¡Ah -dijeron-, si tuviéramos únicamente un par de maderas! ¡Hace mucho frío!, y ¿qué podía haber más agradable que estar sentados calentándonos junto a un poco de fuego y contando cuentos?
Pero no había en el hogar fuego alguno, porque eran muy pobres, verdaderamente pobrísimos.
De pronto aparecieron dos brasas brillantes y ardientes en el fondo de la chimenea; dos hermosos ojos de fuego, amarillos como el oro.
Y el viejo frotó sus manos muy feliz y dijo a su esposa:
-¿No notas qué bien se está y qué calorcito se siente?
-Sí, por cierto -respondió la anciana-, y acercó las manos a la lumbre. -Sóplalas -dijo ella.
-¡No, no! -replicó el marido-. Eso las haría arder de prisa.
Y así empezaron a charlar para matar el tiempo, sin tristeza ya, porque se sentían animados a la vista de las dos pequeñas brasas amarillas.
CAPITULO IX
Los pobres son felices con muy poca cosa, y estos dos se alegraban al ver el hermoso regalo de fogata que se les había hecho, junto a la cual estuvieron sentados toda la noche calentándose, seguros de que el Niño Jesús los quería mucho, porque las dos brasas lucientes brillaron misteriosamente toda la noche, sin extinguirse.
cuando llegó la mañana estos dos pobres, que habían pasado abrigados y contentos toda la noche, vieron en el fondo de la chimenea al pobre perro que los miraba con sus grandes ojos amarillos.
El reflejo de aquellos ojos eran lo que mantuvo a aquellos dos pobres tan abrigados y contentos.
-El tesoro suyo es no perder la esperanza les dijo el perro muy suavemente.
FIN