«Soy una tonta», grité. Estaba tendida bocarriba en mi cama, con una almohada sobre mi rostro para que nadie pudiera escucharme. Era viernes. Habían pasado ya cinco días desde aquella mañana en el mercado; cinco días de no tener noticia alguna de Mateo. Incluso su hermano procuraba evitarme en el colegio. «¡Soy una tonta!», grité de nuevo, y di varios manotazos en el colchón.
En la oscuridad de mi alcoba el recuerdo se repetía una y otra vez, como un disco rayado en mi cabeza: Alejandro en el suelo; Mateo de pie. Clara corrió directo hacia mí y me preguntó si estaba bien, si acaso ese infeliz me había hecho daño.
―¡Levántate! ―exigió Mateo y dio un paso a un costado.
Alejandro aspiraba profundo y luego exhalaba muy rápido. El dolor parecía disminuir poco a poco. Parpadeé varias veces, con la esperanza de que aquello sólo fuera un mal sueño; pero no. Era real, tan real que me hacía temblar. Mi ex apoyó una rodilla en el suelo y levantó la vista para verme.
―¡Levántate!
Miró entonces a Mateo y se levantó, con una mano todavía sobre el área adolorida. Los dos estuvieron así, frente a frente, observándose durante unos segundos, aunque a mí me pareció una eternidad. No sabía qué hacer. Clara por su parte, pasó su mano por detrás de mis hombros y me apretó contra ella, no supe si en un gesto protector o para que no me entrometiera.
―¿Qué hace él aquí? ―la pregunta de Alejandro me sorprendió. Al parecer la borrachera se le había pasado de golpe, literalmente―. Pensé que... Ana, pensé que querías hablar...
Mateo se abalanzó sobre él como un león a su presa. Esta vez mi ex estaba preparado y con un paso hacia atrás logró esquivar el puñetazo; sin embargo, no tuvo tanta suerte con el siguiente: Mateo al parecer esperaba ese movimiento y logró impactar el puño izquierdo directo contra su mandíbula. Todo sucedió tan rápido. Mi ex se tambaleó, pero no cayó al suelo está vez. Lo siguiente que vi fue un hilo de sangre que surgió desde el interior de su boca y acabó en la parte derecha de su barbilla.
Me solté del abrazo de mi amiga y fui a interponerme entre los dos. Extendí mis brazos a los costados, mi mano derecha estaba sobre el pecho fornido de Mateo, mientras que la izquierda estaba sobre el pecho que tan bien conocía de Alejandro; podía sentir el palpitar de sus corazones. No pude evitar preguntarme si yo era el motivo por el que latían de esa manera. Los dos respiraban agitados, al igual que yo.
―Basta, por favor ―le dije a Mateo―. Es mi culpa. Yo le pedí que habláramos...
―¿Qué está pasando aquí? ―una nueva voz apareció en escena. Una señora, sin duda la dueña de alguno de los puestos del mercado, estaba a pocos pasos de nosotros―. Oye, niña, ¿estás bien?, ¿quieres que llame a la policía?
Hasta ese momento noté que teníamos público. Al menos veinte personas, todos con mandil de trabajo y carritos para acarrear productos, se habían congregado a nuestro alrededor y estaban muy pendientes de cuanto sucedía. Uno de ellos chifló para demostrar su desacuerdo con la intervención de la señora.
―Tranquila, señora. Tranquila. No pasa nada ―se apresuró a responder Clara.
Mi ex se pasó la mano por los labios para quitarse el rastro de sangre y respiró profundo.
―Esto no se ha acabado ―susurró. Y se apoyó sobre mi hombro derecho, dejando ahí una mancha rojiza.
Apartó mi mano con suavidad y se encaminó de regreso al mercado. Al llegar al muro de personas que habían visto la pelea pidió que lo dejaran pasar. Mateo esperó unos instantes y me tomó de la mano. Caminé detrás de él en completo silencio y sin oponer resistencia. El muro de testigos se separó, para convertirse en un pasillo por donde desfilaba el ganador con su premio.