2. A Bert le gusta Audrey Hepburn.

11 2 0
                                    


Cuando mi abuela mencionó que habían comprado algunas cosas para hacerme más llevadera la estancia, no me esperaba esto.

Lo cierto es que había esperado un router con clave WiFi y un ordenador, aunque fuera de mesa, con el que poder estar conectada a mi mundo, que ahora se me antoja tan lejano. Pero no. Seguramente mis abuelos debieron pensar que esto me agradaría sumamente: en mi habitación hay un televisor (normal, no os vayáis a pensar que me han puesto una pantalla plana de cuarenta y dos pulgadas) y un reproductor de DVD sobre un mueble con las puertas acristaladas. Éstas revelan un montón (en serio, un montón) de películas, muchas ellas consideradas cine de culto por los más entendidos. Me pregunto a cuántas tiendas habrán ido mis abuelos para hacerme este regalo. Lo cierto es que me gusta; me sabe mal que se hayan gastado el dinero, sin embargo, cuando estas cosas pueden descargarse de Internet, pero es un detalle. Habiendo dejado mi bolsa de deporte sobre la cama, me acerco al mueble y me pongo en cuclillas para observar los títulos. Mi abuela me mira nerviosamente desde la puerta, esperando una reacción por mi parte.

Venga, voy a dejar de ser una capulla durante unos instantes. Levanto la cabeza y le dedico una sonrisa agradecida.

- Esto es genial, abuela. Me encanta el cine - admito sin mentir; la mayor parte de la asignación que mi madre me concede cada mes se me va en ir al cine más que en salir de fiesta.

- Tu madre lo mencionó - comenta con amabilidad y alivio mi abuela, pasándose una mano por la trenza canosa que le cae sobre un hombro.- Admito que me dejé llevar un poco y que muchas de esas películas son favoritas personales, pero creo que te gustarán.

- ¿Sonrisas y Lágrimas? - pregunto, pasando el dedo por la carátula del DVD.

- Sí. Si nuestra reina Isabel no estuviera ya sentada en el trono, es de conocimiento general que Julie Andrews tendría que ocuparlo - las palabras de mi abuela tienen tanta convicción que no puedo evitar reírme. Suavemente, tampoco nos vayamos a emocionar... Pero eh, he logrado reírme en mis diez primeros minutos de exilio, eso debe estar bien. Ella sonríe con más ganas si cabe, pero, caracterizada por la prudencia que condecora a la gente de la campiña británica, decide no forzar más la conversación. Se despide con un discreto "Dejaré que te instales" y se despega del marco de la puerta, alejándose escaleras abajo. Me pongo a ello, entonces, mirando a mi alrededor. La habitación que va a ser la mía durante las próximas semanas es luminosa, lo cual me agrada. La cama es grande y sé que es blanda y cómoda porque ya he dormido aquí otras veces, aunque nunca sola. Hay cuadros de flores en las paredes y tanto el cabecero de la cama como el armario son de roble barnizado en un color claro. Abro éste último y empiezo a ordenar dentro de él mi ropa, pensando que nada de lo que tengo encaja con el aura de paz, tranquilidad y dulzura que flota alrededor de esta casa. En Londres mi estilo pasa desapercibido; soy una más entre una marea de punks, rockeros, hipsters... Aquí es como si hubiera viajado sesenta años atrás sin estar adecuadamente preparada para ello.

Cuando termino de colgar y doblar mis prendas, meto en la parte baja mi maleta y mi bolsa de deporte, ambas ya vacías. Con un suspiro, me siento en una esquina de la cama, mirando la pantalla del televisor en negro, y luego girando la vista hacia la ventana, donde el sol poco a poco empieza a despedirse del día. Mi madre sale mañana después de la hora del almuerzo, pero me figuro que aún así llegará muy cansada a Londres después de hacer el recorrido de ida y vuelta desde Derbyshire. No puedo evitar que un ramalazo de rencor agite mi pecho. No le deseo ningún mal a mi madre, pero esto me parece injusto. Ella se va a hacer algo bueno por la gente (y de paso a tostarse al sol, porque mi madre tiene la suerte de no padecer el mal que nos afecta a todos los británicos normales, que nos da un poco de sol y enrojecemos de forma mortal) y yo estoy aquí... Supongo que tendré la ocasión de hacer algo por mis abuelos, pero no es lo mismo ayudar con las tareas de la casa que hacer labor humanitaria. Tendré que conformarme. Me quito las zapatillas, porque sé que a mi abuelo no le gusta que uno vaya calzado por la moqueta de la casa, y me quedo en calcetines. Decido bajar por fin; si voy a ayudar aquí, lo mejor será que empiece ya.

No me sorprende que esta pareja de dos (valga la redundancia) cene temprano; a las siete y media estamos ya sentados a la mesa, comiéndonos el pollo al horno con verduras y puré de patata que mi abuela ha preparado. Los dos me interrogan con prudencia y amabilidad sobre la vida en la ciudad, sobre mis estudios y mis amigos. Les cuento lo que sé que les va a gustar oír, y ellos me dejan hablar. Noto por su parte un esfuerzo por no agobiarme, la voluntad de querer que sea yo quien se explaye y vaya cogiendo confianza. Está claro que mis abuelos han aprendido humanidad con los años; tal vez podrían darle lecciones a mi madre.

- Sabemos que aquí no hay mucho que hacer - confiesa mi abuela, sirviéndome zumo de manzana en el vaso de cristal que hay delante de mí-, pero estamos encantados de tenerte con nosotros, Victoria.

- Además, no es tan aburrido como puedas pensar - dice mi abuelo, cortando un poco de su pechuga de pollo con una precisión y unos modales exquisitos-. Hay muchos caminos campo a través que puedes tomar todos los días. Puedes llevarte a Bert si quieres.

Bert es el perro residente. Es un bonito pastor alemán todavía joven, de unos cinco años, de pelaje lustroso y mirada viva, que al oír su nombre alza la cabeza. Está apostado en la alfombra frente a una butaca que sin duda tiene la forma del cuerpo de mi abuelo, ajeno a la conversación pero visiblemente atento. Lo miro durante unos momentos y esbozo una pequeña sonrisa. Mi madre siempre ha odiado a los perros; a mí, siempre me han encantado. Por lo menos este verano cumpliré mi sueño de tener uno para mí.

- Y todos los jueves viene Henry - continúa mi abuela, dándome palmaditas en la mano.

- ¿Quién es Henry? - inquiero, pinchando un trozo de zanahoria con el tenedor.

- Ayuda a tu abuelo con el taller. Es un poco mayor que tú, pero tal vez pueda hacerte compañía un rato. ¿Ves ese taburete que hay junto a la mesita de café? - miro el susodicho objeto, pensando que parece salido de una tienda de carpintería suiza.- Lo hizo él.

- Hmm - lo cierto es que tengo entre poco y menos interés en conocer a un tipo que se dedica a hacer manualidades los jueves con mi abuelo, pero finjo admiración por su obra y sigo comiendo, ahora en silencio. Cuando terminamos, ayudo a recoger la mesa y friego los platos, a pesar de las protestas de mi abuela. "¡George, te tocaba a ti fregar esta noche!", le dice a mi abuelo. Éste se defiende farfullando un "Si quiere hacerlo ella, deja que lo haga" y se esconde detrás del humo de su pipa otra vez. Ellos saben perfectamente qué hacer después de cenar. Cada uno coge un libro de una de las estanterías del salón y se sientan en sus respectivos sitios. Como pensaba, mi abuelo ocupa la butaca grande, y mi abuela se sienta en una mecedora blanca que parece muy cómoda. Los miro desde la cocina con las manos mojadas, preguntándome si todos los momentos que pase en esta casa van a ser sacados de una postal pintoresca. Tras unos momentos de no saber si sentarme con ellos o qué, me adelanto al salón.

- Me voy a mi habitación - anuncio, haciendo que los dos levanten la mirada de sus respectivas lecturas-. Estoy un poco cansada del viaje.

- Muy bien, cielo - sonríe mi abuela dulcemente.

- Te despertaré mañana a las ocho y media - advierte (¿amenaza?) mi abuelo, inhalando una bocanada de humo de su pipa-. Que duermas bien, Victoria.

- Igualmente - les deseo, dando después media vuelta y encaminándome a las escaleras. Como una autómata, pues aunque haya cambiado de escenario sigo teniendo las mismas costumbres, me lavo los dientes y me cepillo el pelo en el baño, y después voy a mi cuarto para cambiarme y ponerme cómoda. Todavía no tengo sueño, así que decido dar uso al regalo de mis abuelos y estrenar el televisor y una de las películas. Cojo la primera que me llama la atención, Vacaciones en Roma. Me parece que nunca he visto esta película, y si lo he hecho, no la recuerdo bien. Con los mandos a la mano, me meto en la cama para verla desde ahí.

Diez minutos después, una figura entra en la habitación con paso seguro: Bert se me queda mirando desde la puerta y luego vuelve los ojos a la pantalla, donde Audrey Hepburn hace de la vivaracha princesa Anne. Para mi sorpresa, el perro se tumba sobre la moqueta mirando atentamente el televisor.

- Le gusta Audrey Hepburn - murmuro para el cuello de mi camisa.- Increíble.

Regency coffeeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora