Nuestro equipo era básicamente un equipo de gordos panzones. El típico equipo de gordos panzones de más de 40 años. Todos casados, todos con dos hijos como mínimo. Jugábamos miércoles y viernes. El habilidoso era Ricardo Enrique, también el más ligero, también el menos panzón. Era el genio de la gambeta y el taquito, la llevaba siempre pegadita al pie, de pasos cortos y de movimientos impredecibles, era un enano gordo y feo, pero con la pelota en los pies se transformaba en el tipo más hermoso del mundo. El defensor, el central, era Daniel Alberto. De temperamento fuerte, de puteada intensa, comprometido con el equipo, era básicamente el que se ponía el equipo al hombro y el que nos cagaba a pedo cuando estábamos jugando mal. Siempre en todo equipo, debe haber un jugador así, de lo contrario no hay equipo, hasta me animo a decir que es el jugador más importante, incluso es tan o más necesario que el 10 o el 9 goleador. Bueno, después estaba Daniel Silva, que era el que tenía la pegada mágica. Daniel la ponía donde quería, en todos los sentidos de la expresión, había sido bendecido con el don de la precisión y le pegaba con ambas piernas. Esos tres eran mis amigos, a todos los conocí en la escuela secundaria y eran los que a los partidos, contrariamente a lo que hacían en sus tiempos de estudiantes, no faltaban nunca. Para ellos y también para mí, el futbol 5 de los miércoles y viernes implicaba algo más que un juego, es decir nos tomábamos la cosa seriamente. No digo que no nos divirtiéramos, pues tomarse algo en serio no implica no disfrutar del asunto. Pero esperábamos con ansia esos días y cuando llegaba la hora corríamos como endemoniados y le poníamos unas ganas impresionantes, el futbol nos llevaba a otro plano, por una hora nos olvidábamos de la familia, de las deudas a pagar, de no llegar a fin de mes, de nuestros laburos de mierda, de nuestras rutinas alienantes de la semana. Cuando la pelota se ponía a rodar, el planeta en el que diariamente vivíamos dejaba de tener sentido, desaparecía junto con todo el quilombo de la vida cotidiana.
El equipo se completaba conmigo, que era el arquero, o intentaba serlo, y algún otro panzón random. En el banco de suplentes estaba mi tío, bastante mayor que todos, un señor de 50 años que iba más que nada a verlos jugar a nosotros y sólo entraba en caso de lesión o cansancio extremo. Ese era nuestro banco de suplentes, no llevábamos más panzones porque nos gustaba jugar todo el partido, sin cambios.
Se podría decir que generalmente ganábamos fácil, y la razón principal de nuestros triunfos, creo yo, radicaba en que los equipos adversarios estaban armados con gente más panzona que nosotros. De todos modos, cada tanto había partidos donde había que meter, correr, poner alma, huevo y corazón. Ese viernes fue un partido de esos, de los difícil.
Había entre los panzones del equipo contrario un no panzón. Es decir, un flaquito, un ser vivo de más de cuarenta años y carente de buzarda cervecera. Una extrañeza.
El tipo no corría, volaba. El flaquito no gambeteaba, hacia eslalon con panzones, zigzagueaba gente gorda como quien elude obstáculos inertes. Nuestro panzón habilidoso, Ricardo Enrique, comparado con éste flaquito, era literalmente un saco de papas.
Pasaron diez minutos y ya estábamos 5 a 0 abajo. El flaquito no hacia los goles, armaba la jugada dejando panzones en el camino y al llegar al área soltaba un pase buscando al jugador que aparecía acompañando lateralmente su trayecto, éste tipo, un panzón cualquiera, era el que empujaba la pelota al fondo de la red.
A Daniel Alberto no le gustó nada, en realidad a ninguno nos gustó, pero Daniel Alberto era de sangre caliente. Literalmente le hervía la sangre, las venas de los brazos y las piernas se le hinchaban y se ponía más colorado de lo normal. Ricardo Enrique, cuando se ponía así, le decía Godzila. —Calmate Godzila, es un partido de fulbo noma— pero Daniel Alberto no parecía escuchar a nadie, se enojaba tanto que se concentraba en quitarle la pelota al rival y se volvía sordo por el resto del partido. Era evidente que al que menos le gustaba perder era a él. Se lo tomaba personalmente, la derrota del equipo era una derrota de él.
Y entonces en una jugada se fue todo al carajo. El flaquito desde su propio campo, desde el costado derecho, se mostró como alternativa de salida y su arquero, con un movimiento de bowling, le alcanzó la pelota. El flaquito recibió el pase con la suela, pisándola con su pierna zurda, y encaró. El primer panzón de nuestro equipo le salió apurado, quiso presionar en la salida, quitarle la pelota, forzarlo al error, molestarlo al menos. Pero no, el flaquito lo anuló con un movimiento de cintura y una pisadita sutil. El segundo panzón, el panzón random, que ese día era un tal López invitado por no sé por quién, lo espero unos segundos tomando distancia y queriendo sorprenderlo se lanzó exageradamente con todo el largo de su cuerpo sobre los pies del lánguido y habilidoso jugador, quien adelantándose a la jugada envolvió la pelota agarrándola con los dos pies y haciendo lo que en Brasil llaman lambretta o carretilha pasó la pelota por encima del pobre hombre, quien abatido y desorientado buscaba explicaciones en lo más hondo de su mente. El jugador avanzaba con parsimoniosa tranquilidad, como esperando a la próxima víctima, anhelando dejar en ridículo a otro panzón y a todo el panzón equipo. Y entonces todo se fue al carajo, porque el flaco jugador no tenía en mente la maliciosa existencia de Daniel Alberto, desconocía el doloroso futuro que pronto se consumaría. Quiso recurrir a la gambetita corta, de pie a pie, pero Daniel Alberto ya tenía en su mente asesina la ejecución de su técnica por excelencia: la plancha destroza tibias. Daniel Alberto usaba botines con tapones de aluminio, lo cual no era "legal" pues el dueño de la cancha prohibía ese tipo de calzado, consideraba que dicho calzado rompía la alfombra verde sintética de la cual estaba hecha la canchita. Pero Daniel Alberto decía que el pagaba la cancha y que por lo tanto usaba los botines que al se le cantaban. Por supuesto llevaba otros botines, sin tapones, un par de esas zapatillas que son específicas para ese terreno, los papi futbol, y los usaba para distraer al ortiva dueño, quien sospechaba, con razón, de la ilegalidad de Daniel Alberto. La cuestión es que jugaba con los papi futbol un ratito para despistar y se lo cambiaba al rato por los botines con tapones.
Y allí estaba entonces el habilidoso y flaco jugador, regodeándose con su talento, gozando de aquel don precioso que Dios le había regalado. Dispuesto a dejar a Daniel Alberto, el ultimo panzón defensor en su trayecto hacia el arco defendido por mi humilde humanidad. Y Entonces nuestro león, nuestro Godzila, ya con su plan demente en su mente despiadada tomó impulso y se abalanzó contra la humanidad del finito jugador. Puso los dos pies hacia adelante cuando estaba ya en el aire, creo que todos vimos la jugada como en cámara lenta. Un tipo gordo elevándose por el aire con los dos pies en forma de plancha, de plancha asesina, un panzón que tomaba impulso y volaba. Si no fuera por lo horrendo del final diría que por lo menos esa parte, la parte de mi amigo panzón suspendido en el aire con los pies hacia adelante y los rostros de todos congelados a espera del impacto, diría que era una escena estéticamente hermosa. Nunca vi dos piernas romperse tan fácilmente, parecía que el flaquito estaba hecho de cartón corrugado o de telgopor, nunca vi dos piernas romperse en una misma jugada, nunca en mi vida había oído el sonido de los huesos rompiéndose. Los tapones de aluminio entraron, primero en la escasa carne de las piernas del pobre flaco y luego con toda la fuerza hicieron presión contra la ósea humanidad, y entonces tibia y peroné, de ambas piernas, hicieron crack. Así: ¡CRACK!
— ¡Pero si fui a la pelota!... ¡pero si fui a la pelota!... ¡pero si fui a la pelota!— se defendía Daniel Alberto increpado por todo el banco suplente contrario. Entre tanto, alguien llamaba a la ambulancia mientras trataban de consolar al pobre tipo de los huesos astillados.
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Hay mucho Rock aún en tu cerebro loco.
Ficción GeneralSon cuentos, ficciones de naturaleza algo flashera o simplemente historias. El primero es un dialogo divertido entre dos amigos, uno de ellos cuestiona esa cosa mítica llamada Rock. En El Cuerdo hay un hombre que se quiere sumar a la locura. En El...