Ladridos de perro; canes angustiosos se oyen por aquí si te escribo, inundándolo todo. Parece ser el campo; es como un lugar diferente que te hace ser otro. Veo gallinas y vacas; todo verde y ondulado en montañas. Las gentes bien simpáticas saludan con cordialidad. Es otro mundo; bien te lo había dicho la otra noche antes del viaje, era lo que necesitaba, así zangolotearas la cabeza de descontento y en el entrecejo fruncido exhibieras enojo. Traje conmigo todos los libros que había atado con la cuerda, que decías era de caballos, y apenas le desanudo para apilarlos junto a la ventana del cuarto. De posible ahorita mismo, me han dicho, podré acompañar al capataz y sus dos hijos, muy pequeños los dos, a apreciar las crías de cerdos que parió la cerda más enorme que jamás hayas visto o que puedas imaginar, yo aún estoy asombrado de su tamaño, claro que le vi cuando aún los cochinillos estaban dentro expandiendo su barriga. Por las tardes ocurre que todos regresan de un sitio al que llaman corte, y se sientan en los corredores empinados sobre la ladera en la que está construida la casa y se ve todo el valle inundado de sembradios, para hacerme toda clase de preguntas extrañas y graciosas. Yo no he querido hablar con nadie de ti. Una niña muy hermosa, y pequeña, hija de los vecinos de una de las fincas cercana, viene todas las mañanas a jugar con los niños de aquí, al parecer aún no asisten a la escuela, y se me queda absorta mirándome con indómito desparpajo, con enormes ojos azules y la cara sucia de tierra, y si camino por los alrededores, volteo a ver y allí está tras de mí, parece que le divierte la situación. Yo sólo atino a reírme y también la contemplo con curiosidad, como ávido de descubrir el secreto de su mirada inocente. No sabés lo feliz de mi espíritu aquí, escribo con soberbia exactitud cada sensación y presiento que se aproxima una idea descomunal que ando pariendo, y lo cambiará todo.