Una fuerte tormenta azotaba las penumbras en el exterior. Con un impermeable de color amarillo, unas botas plásticas de la misma tonalidad y un oportuno paraguas, Dulce salió lo más aprisa que pudo de la hacienda. Su reloj de pulsera marcaba cinco minutos antes de las once, estaba a tiempo de encontrarse con Daniel para platicar acerca de lo que habían quedado.
Hace unos minutos atrás, tuvo una inquietante discusión con Ricardo, al negarse a continuar con ese juego de besos que le estaba ofreciendo. Recordó que ya estaban tumbados sobre la cama de él, y este mismo comenzaba a desvestirla. Su cuerpo le mandaba los impulsos de esa entrega, de moldearse a lo que el hombre que amaba le proporcionaba.
— Ricardo, espera. Será mejor que descansemos bien, que te relajes, te recuestes y duermas —susurró sujetándolo por los hombros mientras él le besaba el cuello, acariciándole con una mano el muslo derecho.
— No... descansaré más al rato. Por ahora no tengo mucho sueño, cariño —respondió él entre murmullos sin despegar sus labios de aquella bronceada piel que besaba, más que para lo necesario.
— Es que... Yo... no puedo hacerlo —lo empujó por los hombros para liberarse. El hombre se puso en pie y la miró confundido—. No esta noche.
Lo vio llevarse una mano a la nuca y bajar la cabeza pegando los parpados, así que sin más, volvió a subirse la cremallera del vestido por detrás, recogió sus zapatos y anduvo hasta la salida del dormitorio. Ricardo no emitió argumento alguno. Ya no supo como actuó después porque se adentró en su dormitorio con la respiración acelerada, pero también desconociéndose así misma. Era un hecho que lo quería, y añoraba estar entre sus brazos, que durmieran juntos.
Sin embargo, la inquietud la colmaba, no podía continuar viviendo así con Ricardo. Sin saber que era eso que lo atribulaba, sin tener las armas para ayudarlo. Estaba segura que si lo cuestionaba al respecto, él no le diría nada, siempre evadía el tema de su familia cuando se daba la oportunidad de charlar al respecto.
Por todo eso, es que primero que nada debía enterarse de ese pasado, del pasado de su esposo. Necesitaba que las cosas entre ellos cambiaran, juraba que él no era malo, que Ricardo era un hombre noble, de buenos sentimientos y si alguna vez la llegó a hacer sentir mal; tan solo fue porque posiblemente se equivocó y su intención nunca fue dañarla. Tal y se lo había mencionado antes.
Cerró el paraguas adentrándose en el establo, el lugar estaba oscuro, se escuchaba el relinchar de los caballos y el ruido de algunas vacas. Ni que decir del horrible olor a heces, del que ya estaba acostumbrada con su quehacer diario. Sus zapatos no emitían ruido alguno al pasar sobre la paja, así que siguió hasta guarecerse bajo un corral vació, allí miro a los lados sintiendo unos escalofríos recorrerle de los pies a la cabeza. Por momentos pensó: ¿Qué demonios hacía ella ahí?, buscando que alguien mal intencionado le hiciera daño al verla vulnerable. Tenía la esperanza de que Daniel no fuera de esos.
— Daniel —exclamó con voz queda—. ¿Estás por aquí? —continuó preguntando adecuando su visión al entorno oscuro y hostil. Pronto escuchó la respiración de una persona muy cercana a sus espaldas. Giró por completo y entre esa negrura pudo distinguir a Daniel.
— Cande, ven acá hay un sitio con luz —la guió llevándola por la mano. Se dejó conducir hasta un espacio dentro del mismo establo, desde donde se adentraba la poca claridad de esa noche con relámpagos.
— Dani, casi me da un infarto cuando te sentí llegar —se sinceró. El aludido sonrió acomodándose sobre un bulto de paja, ella se sentó a su lado. Ambos se miraban de frente, por detrás había el espacio hueco de una ventana, que ocasionalmente se cubría con una tabla de madera que Daniel ya había quitado.
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Dulzura Destruida ©
RomanceRicardo Zambrano solo tiene una cosa en mente; acabar con todo aquello que le ha impedido ser feliz desde hace tantos años. Creció con la firme idea de encontrar a Álvaro Valencia y destruirle la vida como él destruyo la suya. Para hacerlo primero d...