Cuando el abuelo murió muchos creímos que la abuela caería en una depresión tan honda como el océano. Después de todo, cuarenta y tres años de matrimonio no son poca cosa. Sin embargo, en lugar de eso, la mujer se inscribió en cursos de bordado y comenzó a asistir a grupos lectura, salía con sus amigas a cafés, e incluso convenció a mi madre para que le pagara la membresía de un club deportivo para, según ella, ir a caminar dos o tres días por semana; aunque una vez tuvo el descaro de decirme que lo hizo para rodearse de chicos jóvenes y guapos.
«Una mente ocupada no tiene tiempo para un corazón roto, mi niña», me dijo cuando al fin me atreví a preguntarle si extrañaba a mi abuelito. «Sé que algún día veré de nuevo a mi viejo, pero a mí me queda mucha vida por delante», afirmó, viéndome directo a los ojos como era su costumbre Estábamos en la cocina, preparando la última cena de año nuevo que compartimos en familia. Ella vestía un rebozo carísimo que reservaba para ocasiones especiales... Aquella fue la única vez que lo usó. «Ahora síguele batiendo a la masa, mi niña. Acuérdate que la que no sabe hacer tamales jamás encontrará marido».
―Una mente ocupada no tiene tiempo para un corazón roto ―recité frente al espejo del tocador, mientras daba los últimos toques a mi peinado.
Esa mañana de lunes opté por un atuendo formal y sencillo: pantalones de vestir negros, entallados, y una blusa sin escote color perla. Nada especial. Moví mi rostro hacia un lado y hacia otro para cerciorarme de que mi coleta estuviera centrada y a buena altura. Un poco de labial, y listo.
― Una mente ocupada no tiene tiempo para un corazón roto ―repetí. La Anabel del espejo, quien había estado muy seria los últimos días, sonrió para darme ánimos.
El mundo no iba a esperarme. Esa era la única verdad. Si bien no podía evitar que me doliera, sí podía tomar el consejo de mi abuela y llenar mi mente y agenda con cosas nuevas. Pensé en tomar clases de guitarra, en aprender otro idioma, en inscribirme a un curso de repostería; saldría a correr todas las mañanas, a partir de la siguiente semana, desde luego, y buscaría mil cosas en que entretenerme. Cualquier cosa era mejor que malgastar mi tiempo en empapar de lágrimas almohada.
Y qué mejor que ocupar mi mente con mi verdadera pasión: el teatro.
Le pedí a mis alumnos que se sentaran en la superficie de madera del escenario, formando un medio círculo de frente a las butacas vacías, Faltaban todavía meses para el estreno de la pastorela; pero yo todavía no estaba segura respecto a cuál papel desempeñaría cada quien. Unos tenían talento; otros voluntad. Mientras ellos buscaban ubicarse junto a sus amigos, fui hasta mi mochila para recoger las fotocopias del libreto que imprimí la noche anterior.
«El primogénito: la esperanza renace», releí el título y torcí los labios. Demasiado dramático: por más que lo leía no acababa de gustarme. Saqué un bolígrafo y taché las primeras dos palabras del título en cada juego de copias. «La esperanza renace». Sí, me gustó más ese juego de palabras, aunque mantenía su tono de novela juvenil. Pero no era correcto. Los derechos de autor me prohibían alterar aquella obra sin el consentimiento del dramaturgo, de modo que sólo había algo qué hacer.
Volteé a ver a mis alumnos, quienes en ese momento conversaban acerca de la semana de exámenes que comenzaría el siguiente lunes, quejándose del exceso de tarea y páginas por estudiar. Tenía tiempo. «Hola, Raúl. ¿Cómo estás?». Presioné la opción de enviar e inicié un nuevo mensaje: «De nuevo gracias por dejarme montar tu obra; a mis alumnos les encanta». Él no tenía por qué saber que eso último era mentira. «Te quiero pedir un enorme favor... ¿Puedo cambiar el nombre de tu obra? Es que...». El mensaje se interrumpió ya que en la pantalla apareció el aviso de llamada entrante.