Nunca le he contado esto a alguien pero cargo a cuentas un amor no resuelto. Un amor silencioso y privado que ya no existe y que nadie supo que existió, un amor que no acabé yo, que no se me acabó. Aveces siento ganas de llorar y no puedo. He tratado de hacerlo por otra cosa, lo que sea: por una película, por una canción, por dolores de mi mamá, por ese video de Youtube en el que ese novio pide matrimonio con una comparsa al ritmo de una canción de Bruno Mars, por la foto de un gato muerto.
Pero no sirve. No lloro...
No la lloro y presiento que es una mala señal, que las lágrimas se acumularán vertiginosamente escondiéndose en alguna parte de mi cuerpo, tal vez en el codo o en el dedo chiquito del pie. Tal vez en la mitad de un recuerdo o en la parte de arriba de la suma de todos mis dolores. Quizás un día, cuando me lastime el codo con una puerta o cuando la esquina de la cama se reviente contra mi dedo pequeño del pie, lloraré como si no hubiera un mañana. Me tiraré en el piso del dolor por fin, sin poder pararme de ahí por una hora, dos horas, cinco horas y media.
A veces pienso que si no la lloro nunca, no la voy a olvidar ni me lavaré su nombre del cuerpo. Y a veces, la mayoría de las veces, quiero que nunca pase. Que se quede ahí para siempre, así sea convertida en un dolor de codo.