Un día normal en Santiago de Chile

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Son 38 minutos en micro desde Lo Valledor a Conchalí. Desde el trabajo a la casa. Justo hoy me pagan el sueldo y son ciento noventa lucas que hay que cuidar con el alma. Trabajo en la distribuidora don Gonzalo como asistente del jefe en Lo Valledor. Todos los días una agonía de ocho a seis. La razón de la que sigo así, mi hija Antonia. Ella va a dar la PSU a fin de año y me sigo sacando la mugre para darle la educación que tanto cuesta conseguir en Chile. Un desafío para un padre viudo.

Día 31 de Agosto, día de paga. Hoy hay una marcha cerca de la moneda. Por suerte la micro que tomo pasa por las Rejas y mucho más temprano.

A las siete de la mañana salgo de mi “casa”, camino un poco y llego al paradero. Allí espero un rato con la señora María al lado que va a la Vega, llega la micro y a las ocho estoy en Lo Valledor.

Hoy sin duda es mi peor día de trabajo de los 25 años que llevo trabajando. El jefe tenía cierto enojo y tenía la necesidad de agarrar a garabatos a todo el mundo. Nos echaba la culpa de todo. De la crisis económica, que su hijo se metió en las drogas, que la bencina subió, que todo está caro y esas cosas. La crisis golpea fuerte a la empresa. Creo que hoy echarán a uno.

El jefe nos puso en fila, la bodega estaba sucia. –En mi mano tengo el finiquito de alguien por trescientas lucas porque hoy vamos a echar a alguien- dijo el jefe con su voz de reality show. Me apuntó y me paso dos cheques. –Soto, lo siento. Aquí esta su sueldo y su finiquito. Le deseo suerte- Y allí se despide y yo salgo caminando de la bodega para no volver nunca más.

Los pensamientos me inundan la cabeza. Tomé la micro y partí a Conchalí. Estaba sentado con millones de señoras y niños en la micro. Pensaba, ¿Qué voy a conseguir?, Ya no estoy tan joven, mi hija debe educarse. En un instante la micro frena bruscamente y veo por la ventana una barricada de encapuchados afuera, justo en la alameda. Justo allí se sube un encapuchado con una botella en la mano. El chofer sale arrancando. En menos se tres segundos la micro se estaba quemando.

Las diecisiete personas dentro de la micro; todos gritando, incluso yo.

Me paré de mi asiento y grité: -Oigan, la micro va a explotar. Salgan rápido!- Todos estábamos forzando la puerta de atrás porque la parte de adelante se estaba consumiendo totalmente. El cobarde se había arrancado por la ventana. Todo fue con una rapidez increíble.

Justo en ese momento me di cuenta que había un niño detrás de la pared de fuego; gritando y llorando. No lo pensé dos veces y fui por hacia él. Cuando me vio seguía gritando pero vi que se tranquilizaba porque alguien lo ayudaba. –¿Cómo te llamas?- pregunté para tranquilizarlo mientras avanzaba por los espacios sin fuego. –Joa…quín-. Se notaba que estaba desesperado. -¿Qué edad tienes?- cada vez me acercaba más a él. –Siet…te-. Cuando terminé esa frase ya había llegado a él. Lo tomé en brazos y salí corriendo hacia la puerta trasera. Las señoras seguían forzando la puerta. Todavía con el pequeño Joaquín en brazos le pegué una patada a la puerta y la logré abrir. Todos salimos.

Dejé a Joaquín en el piso. Le costaba pararse pero aún así pudo correr hasta donde estaba su madre.

Tal vez los encapuchados nos vieron porque de un segundo para otro fueron corriendo hacia mí con botellas en las manos. Casi por instinto salí corriendo por la calle Las Rejas. Seguí corriendo, crucé San Pablo y llegué a pasar cerca de la Municipalidad de Quinta Normal. Miré para atrás y me di cuenta que ya no me seguían. Metí mi mano en el bolsillo para sacar mi tarjeta bip! Y tomar la micro.

Un frío recorrió mis venas, el sudor bajaba por mi cara, sentía que mi corazón de cincuenta años latía fuerte. Un mini infarto me afectaba. La razón: Mi billetera no estaba en mi bolsillo.

Entré a una comisaría, pedí hablar con el teniente. –Quisiera denunciar un robo y un atentado a la propiedad pública- son las palabras más cuicas que se me ocurrieron para que me tomaran en cuenta. –A ver, a ver, a ver. Cuénteme lo que le pasó- me dijo el teniente. Le conté la historia de la micro quemada y Joaquín y los encapuchados. –Mire señor, esto es lo que vamos a hacer. Vaya a casa y espere allí; si es que pasa algo llama al 133. Listo? Listo-. Salí de la comisaría súper enojado. Me fui a pata a mi casa. Al salir eran como las 3 y al llegar ya eran las 5 y media. Estaba angustiado. Le tenía miedo al futuro. Esos cheques eran mi salvavidas para estos meses y ahora se habían ido para siempre. Llegué al barrio/población o algo así. Al colombiano de la esquina se lo llevaron los de la PDI. Como su casa estaba vacía, forcé la puerta y entré. Todo estaba oscuro, los vidrios estaban rotos y opacos, había polvo por todos lados y todo estaba sucio.

Un día normal en Santiago de ChileDonde viven las historias. Descúbrelo ahora