Parte I

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Gris como el cielo al nublarse, ojos azul brillantes en la obscuridad de la habitación. Pelaje revuelto y un maullido ensordecedor. Loui era su nombre. Su dueño le había llamado así en memoria de una bella historia sobre un francés y su amor por el arte. Antonio, chico de cabellos morenos y ojos maní, observaba detenidamente a ese gato de rostro amargado recostarse sobre la tablilla cercana a la ventana. Afuera, llovía fuertemente; y las gotas formaban mosaicos en el cristal.

La sabana blanca en la cama se veía tan vacía, y la habitación parecía más nublada que el cielo. Eran las tres de la tarde y Antonio estaba vestido para salir sin saber a donde. El tic tac del reloj lo estaba volviendo loco y su tristeza sin razón lo torturaba. Tomó las llaves y salió abruptamente. Caminaba a paso tortuga, como si todo a su alrededor fuera color sepia y no importara. Baja las escaleras con serena calma, pensando que terminará recostado en su cama una vez más, contando ovejas hasta conciliar el sueño.

Abrió su paraguas y caminó bajo el torrencial. Las luces de los autos alumbraban los charcos, los cuales le salpicaban el pantalón y zapatos al las ruedas sobre ellos pasar. Era un tiempo deprimente. Con cada paso que daba, más ganas le entraban de pararse frente a un auto y matarse. Sin embargo, una tenue luz de una pequeña librería, iluminó lo que sería la puerta a su libertad.

Era extraña, es decir, ¿quién usa un vestido corto en un día como hoy, lluvioso por demás y frío? Llevaba su pelo negro recogido en una coleta y una bufanda azul alrededor de su cuello. Su abrigo le llegaba a las empinillas y sus lentes casi se le caían de su nariz. Nerviosa, los agarró antes de que sufrieran algún golpe y observó para los lados, asegurándose de que nadie la haya visto.

Antonio, por primera vez en mucho tiempo, rió. Pensó que era lo más hermoso que había visto. Ni siquiera se había dado cuenta que su paraguas ya no lo protegia de la fría lluvia. Ni le importó. Vaciló por par de minutos antes de entrar a la librería y respiró hondo al acercarse a la mesa donde se encontraba la chica de bufanda azul.

Haló la silla, lentamente, evitando hacer ruido y se sentó cerrando los ojos fuertemente evitando ver si ella ya se había dado cuenta de su presencia. Al abrirlos, observó como ella continuaba hipnotizada en su lectura. Pensó en que decir para atraer su tención, qué hacer. Se rascó su pelo hecho un desastré y trató de arreglárselo un poco. Lamió cuatro de sus dedos para acomodarse su cabello y en ese mismo instante, la chica alzó su rostro lentamente y lo cachó en el acto.

Antonio bajó su mano, limpiandose con su pantalón. Sentía que sus mejillas iban a explortar de vergüenza. Pero ella simplemente se rió. Cerró el libro y lo observó. Antonio sonrió de vuelta y carraspeo su garganta.

- Te ha quedado bien el pelo, es un estilo diferente. – dijo ella, riendo como una melodía.

- Eh, gracias. Quiero decir, la lluvia me lo dejó hecho un desastre, pero... O sea yo... Gracias.

- ¿Eres de por aquí? Nunca te había visto antes, lo cual es una lástima. Aunque, es un gusto conocerte. Me llamo Ádelaine. ¿Y tú eres?

Alguien que desde el día de hoy, no podrá vivir sin ti.

Pero es más que obvio que eso no salió más afuera que de su mente. La seguía mirando como artista a su obra de arte. Era simple, sencilla. Sus ojos verde bosque detrás de sus lentes brillaban de curiosidad y sus labios tentaban a besar hasta el amanecer. Sacudió su cabeza y sonrió.

- Es un placer, Ádelaine, no sabes... - dijo nerviosamente – Me llamo Antonio. Y, sí, soy de por aquí. Como a cuatro cuadras.

- No pareces un "Antonio", eres raro. – rió y luego abrió los ojos como platos, asustada – No quise decir eso, yo... Lo siento, pensé en voz alta. Quiero decir que eres muy callado. Diferente. Que eres guapo. ¡Digo, no! O sea... Olvídalo.

Por segunda vez en mucho tiempo, Antonio rió tímidamente. Las mejillas de la hermosa chica eran color rubí. Avergonzada, observaba sus dedos, entrelazándolos una y otra vez.

- Tranquila, ya me lo habían dicho antes. – Ádelaine lo miró con sorpresa.

- ¿Lo de guapo?

Antonio rió por tercera vez en un día luego de mucho tiempo.

- No, lo de guapo no. Lo de raro, sí. Lo de callado, sí. Lo de diferente, sí.

Ella lo observó detenidamente frunciendo el ceño. Antonio parecía envuelto en una nube de rechazo, como si estuviera cansado de vivir. Parecía un alma sin rumbo, lleno de malos recuerdos. Pero había algo en él que intrigaba a Ádelaine completamente.

- ¿Por qué lo dices así, como si fuera algo malo ser diferente?

- Porque lo es.

- Yo creo que al contrario, eres fascinante por lo distinto que eres a cualquier otro chico que haya conocido. Irrepetible.

Antonio no podía creer lo que sus oídos, que ya creía sordos por el tanto tiempo transcurrido sin haber tenido una conversación real, estaban escuchado. Aquella chica sin igual no solo lo veía, lo observaba más allá de su rostro deprimente y gris. Observaba dentro de sus ojos. Buscaba respuestas, señales. Lo buscaba a él. Quería conocerlo y él lo veía en su mirada. En como fruncía el ceño sin comprender el silencio que sonaba alrededor. Al morder su labio inferior como si pensara que había hablado de más. Al mirarlo con una oculta suplica esperando una respuesta.

Fue entonces cuando Antonio supo que era el momento de marcharse. Que debía salir de allí y no volver. Pero sus piernas estaban inmóviles. Ella ya lo había paralizado y no había forma de remediarlo. Nervioso y atolondrado por la chica de bufanda azul, se levantó de su asiento. Ella lo miró asustada, como si deseara que no se marchara. Sin pensarlo dos veces, Antonio le ofreció su mano.

- ¿Quieres ir a algún otro lado?

Las esquinas de los labios de Ádelaine se curvaron lentamente. Tomó la mano de aquel chico de piel bronceada y asintió.


Un gato, su dueño, y la extraordinaria historia de una chica con bufanda azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora