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Aún recuerdo aquel otoño cuando la conocí. Ambos teníamos seis años y ella era una niña odiosa a la que le gustaba molestar a mi mejor amigo, a mí por igual manera me mordía y me jalaba el cabello; escribía con su caligrafía de niña de primer grado en mis cuadernos cosas tontas como hueles a caca, o tienes cara de estiércol, a mí me parecía extraño que una niña tan pequeña pudiera conocer el significado de esas palabras y, pensando en retrospectiva, me sigue pareciendo un poco absurdo que conociéramos la palabra estiércol.

Mi mejor amigo y yo solíamos vivir en la misma calle, pasábamos toda la tarde jugando en los patios traseros de nuestras casas que, a la tierna edad de seis años, parecían enormes campos de batalla de los cuales siempre salíamos victoriosos. Él era más alto que yo, al igual que ella, quien por asares del destino se nos unió después de un tiempo en las batallas que llevábamos en los patios de nuestras casas. Con el paso del tiempo, los tres estábamos juntos como un grupo algo extraño de tres amigos, aunque ella y yo coincidíamos sólo en llevarnos mejor con mi mejor amigo, Matthew.

Él era un poco rechoncho, pero caía bien porque era carismático; era el más alto de todo el salón y nos conocíamos desde el kindergarden, cuando aún estábamos a la misma altura, a los seis él ya pasaba del metro con quince mientras que yo a duras penas pasaba del metro con cinco centímetros. Luna, la chica más odiosa de la escuela primaria, estaba pasando ya el metro con diez centímetros; eso le trajo fuertes burlas de parte de los compañeros de la primaria que eran más bajitos, al final, aunque a mí me cayera mal y se notara que ella gustaba de Matthew, nosotros terminábamos defendiéndola.

Ella era fea. Tenía la nariz muy grande y los dientes de leche que aún no se le caían estaban completamente torcidos, parecía la caricatura de una fea bruja de película infantil. Su piel era tan blanca que casi era una hoja de papel o parecía ser transparente, al igual que su cabello, el cual era rubio y siempre parecía estar en llamas cuando estaba en el sol, pues resplandecía con fuerza. Siempre estaba pegada a nosotros porque nadie más le hacía caso, al parecer todos pensaban que era fea o que tal vez era tan frágil que se rompería si la tocaban, al igual que una hoja del cuaderno cuando borras con mucha fuerza uno de tus errores y termina rompiéndose por la mitad.

Desde el primer día que llegó a la escuela primaria y entró al salón, en el otoño del año de 1996, estuvo pegada a nosotros como si fuera un chicle que pisas en primavera y se queda en tu zapato hasta otoño.

Al igual que cuando tardas días sin bañarte, el mal olor se va cuando te pones un poco de perfume ella se fue unos años después, cuando terminamos la preparatoria.

Aunque esa historia pasa aún más adelante y no quiero saltarme las partes más importantes...

Cuando estuvimos en la secundaria la cosa cambió un poco, al parecer fue para peor: yo seguía igual de enano que en la primaria, pasaba del metro cincuenta pero Matthew ya iba para el metro setenta y ella ya medía más de uno sesenta, ellos siempre fueron más altos que yo y siempre estaban cerca de estar a la misma altura, aunque la diferencia era muy poca. Teníamos catorce años cuando entramos al último grado antes de entrar a la preparatoria. Luna seguía igual de blanca que siempre, aunque a los ocho, cuando sus dientes de leche por fin se cayeron y ella se estiró un poco más, comenzó a parecer más una niña que una caricatura; resultó que su nariz estaba así porque cuando tenía cinco se había caído de cara en las escaleras (por eso mismo sus dientes estaban torcidos), se la arreglaron a los diez y para los once su piel ya parecía la de un ser humano y no la de Nosferatu, aquel vampiro original del cine de terror estadounidense de hace casi un siglo, aunque su cabello seguía siendo una bola de fuego amarilla.

Nosotros y ellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora