POR MIL MILLONES DE DÓLARES
POR
MIL MILLONES
DE DÓLARES
Alberto Vázquez-Figueroa
Primera edición en esta colección:
© © de la presente edición, 2007, Ediciones El Andén, S.L. Avenida Diagonal, 520, 4.o, 1.a - 08006 Barcelona
Printed in Spain ISBN: 978-84-??????????? Depósito legal: B. ????????-2007
Fotocomposición: gama, sl Arístides Maillol, 9-11 - 08028 Barcelona
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Salka Embarek se convirtió en mujer la noche que comenzaron a caer bombas sobre Bagdad.
No se trató únicamente de una reacción síquica, achacable a una situación nueva y del todo anómala que ponía fin a su des- preocupada niñez, sino de un súbito y anormal adelantamiento de su primera menstruación, lo que motivó que durante el resto de su vida asociara mentalmente la idea de la sangre que manaba del in- terior de su cuerpo a la sangre de las miles de víctimas de una bru- tal masacre.
El insoportable estruendo de las explosiones, el resplandor de los incendios, los aullidos de las sirenas, y los desgarrados gritos de angustia de heridos y moribundos significaron una definitiva vuelta de página en su existencia por el hecho de pasar en cues- tión de minutos de ser la niña mimada de una familia que residía desde tiempos inmemoriales en una fabulosa y antiquísima ciu- dad famosa por sus leyendas, palacios, califas y sultanes, a una aturdida y aterrorizada criatura que contemplaba estupefacta los cadáveres de sus padres y de uno de sus hermanos.
Las pesadillas pueden ser hermosas porque acaban en el mo- mento en que se abren los ojos a la realidad.
La realidad suele ser espantosa porque al abrir los ojos conti- núa constituyendo una indestructible certeza.
Las pesadillas son fruto de nuestra imaginación; la realidad acostumbra a ser fruto de imaginaciones ajenas.
Aquella lluvia de bombas caídas del cielo o misiles lanzados desde cientos de kilómetros de distancia, lo era, y aquel infierno adelantado a la muerte y al juicio final también lo era, aunque en aquellos momentos la desconcertada Salka Embarek no consi- guiera entender sus motivos.
Sobre los parterres de flores del pequeño jardín que su madre le había enseñado a cuidar con tanto esmero, reposaba ahora el destrozado cadáver de su hermano Alí, y tan sólo la ropa y el ani- llo que lucía en una mano que tantas veces la había llevado al par- que, le permitían comprender que aquel otro disperso amasijo de carne ensangrentada pertenecía a su madre.
Su padre había sobrevivido durante casi diez minutos al efec- to de la explosión que había destrozado su hogar, pero su cora- zón parecía haberse negado a aceptar la magnitud de la tragedia; ahora se encontraba sentado en uno de los cuatro escalones que daban acceso al porche, con los ojos muy abiertos, como si estu- vieran observando el horror, aunque ya no veían más que el largo y oscuro sendero que conducía a la nada.
Estrellas fugaces cruzaban una y otra vez el cielo, pero ya no eran aquellas por las que tantas noches se sentaron en la terraza deseando verlas y pedir deseos que rara vez se cumplían, sino proyectiles que buscaban ansiosos las cabezas de otros ancianos y otros niños.