Una infinita noche

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||Ya sé que van a querer lincharme, en mi defensa (que no tengo ninguna, destrozo canon a diestra y siniestra) fue una actividad del grupo de rol donde estoy y pues el reto era hacer shipps raras así que...me disculpo desde ya por futuros traumas, no iba a subirlo pero a una amiga le gusta. 


Y, sedienta de miel y de rocío,
tardíamente en el rosal se posa,
pues ya se deshojó la última rosa
con la primera ráfaga de frío.

Y yo, que voy andando hacia el poniente,
siento llegar maravillosamente,
como esa mariposa, una ilusión; pero

en mi otoño de melancolía,
mariposa de amor, al fin del día,
qué tarde llegas a mi corazón...

Amor tardío – José Ángel Buesa

Era Emm en la mañana, mientras el brillante sol veraniego se colaba por las cortinas para exhibir ese sutil pecado de excitante perdición, cuando despertaban con los miembros desnudos entrelazados bajo las blancas sábanas de seda, el aroma a culpa impregnado en cada poro como se les impregnaba también lo sucedido la noche anterior, entre maldiciones, mordiscos y gemidos, con la piel bronceada de ella mancillada entre marcas violetas y la piel pálida de él rasguñada hasta parecer tiras irregulares de brillante escarlata.

Emm solía observarlo entre culpable deleite, recorría los trazos elegantes del mejor asesino que se había creado hasta el momento, saboreaba ese calor desprendido por un hombre tan indiferente a los sentimientos ajenos, al dolor. Con sus manos manchadas de sangre inocente había recorrido cada curva de su cuerpo ágil, había hecho estragos en su cordura y tironeado el revuelto cabello rubio que le caía cual cascada sobre la espalda desnuda. Él, a quien culpó inicialmente de la muerte de sus padres, el vulgar monstruo que azotó alguna vez el hogar de su parabatai y echó siete niños a su suerte, desvalidos en un mar hecho con espinas.

Ahora yacía acompañándolo tras la inusual noche compartida bajo esas estrellas mentirosas que servían como damas de compañía a una luna mortecina.

—Es la última vez.

Se decía mientras iba levantando las prendas del suelo, culposos cadáveres marcando un delito imborrable, mintiéndose como mentía a todos en el Instituto, como terminaría mintiéndole alguna vez a su parabatai si se atrevía a hacer la fatal pregunta.

Y entonces él se giraba, los platinos mechones vueltos una maraña irregular contra el rostro cuyos pómulos altos parecían ligeramente ruborizados, la miraría a los ojos y entonces ya no sería Emm, el pecado dulce de juventud que había llegado demasiado tarde al otoño de su vida, quien se deslizaba entre sus sábanas como la ambrosía en la boca de los dioses

Era Emma cuando estaban enfadados, cuando ella le golpeaba, insultaba e intentaba apuñalarlo (situación bastante común entre los dos), Emma cuando él pretendía tranquilizarla entre besos hambrientos y tirones bruscos. No había necesidad de amabilidad forzada entre dos enemigos que se abandonaban a la tregua de la lujuria.

Sólo era Emma Carstairs cuando marchaba, posada en el umbral de la puerta y con su esbelta figura recortada por la luz exterior. Llena de promesas vanas e ilusiones incumplidas, rotos sueños que la luna entretejió con caricias venenosas.

Sebastian Morgenstern se quedaba contemplándola absorto, cada despampanante curva que había besado devotamente durante la infinita noche, parte de la madrugada, esos ojos duros que le taladraban como si fuese una alimaña indigna de cruzarse en su camino pero que también tenían culpa.

Y así, en silencio irrompible la miraba partir. No por primera vez, esperaba como un niño que tampoco por última vez. 

Hermosa damaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora