2. Lucía

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Me preguntan por la infancia y yo digo qué horror. Solo se salvan las vacaciones en La Unión. Pienso en la piscina de agua helada y en mis dedos arrugados de viejita. "Les van a salir escamas", decía tía luisa para obligarnos a salir, pero a nosotras se nos resbalaba. "Les entra por un oído y les sale por el otro", se reian los adultos. A nosotras no nos importaba que el agua fuera helada, ni que se hubiera ido el sol. No nos importaba "hacer digestión" y esperar una hora después del almuerzo para volvernos a meter al agua. Tía Luisa contaba que a un señor, un día, le había dado un ataque por meterse a nadar después del almuerzo, sin esperar la digestión. Nunca, por más que se lo preguntamos mil veces, supo decirnos el nombre ni el apellido del señor. Mis primas decían que eran mentiras de ella, para obligarnos a reposar el almuerzo. Yo llegue a sospechar que hablaba de Manuel, mi hermano mayor, que se ahogó en la alberca, precisamente después del almuerzo.
Sé que me querían más, para qué voy a negarlo. Sé que la abuela y la tía Luisa se morían por mí, que me protegían y quel de alguna forma, querían compensarme por la vida triste que era la vida en mi casa , con una mamá siempre haciendo de victima, siempre vestida de negro, de gris o de azul oscuro. De chiquita solo recuerdo una vez a mamá, con un vestido largo color lila, cuando fue el matrimonio de mi prima Clemencia. Se veía linda, brillaba. Y recuerdo que a mí, con siete años, me parecio rarísimo verla maquillada, con el pelo en una moña, del brazo de papá. Más tarde me regalaron un portarretrato y yo escogi esa foto de mis papás juntos, felices, listos para la fiesta. Puse el portarretrato en mi mesa de noche y esa era la imagen que miraba cada día, tercamente, al acostarme y al levantarme. Era como mi amuleto mágico. Yo pensaba que, de tanto mirar esa imagen alegre, iba a cambiar la cara larga de mamá. Pero esa mamá de la foto era reemplazada todas las mañanas por la mamá de verdad y la mamá de verdad estaba triste.
Al otro día, despues del matrimonio, se volvio a poner una falda azul oscura, y yo le dije, "ma, por favor, recorta el vestido, para que puedas usarlo todos los dias". Ella me hizo sentir que había dicho lo más absurdo y descabellado de toda mi vida. "Es un vestido de gala, fínisimo,¿ cómo se te ocurre decirme que lo dañe?". Me contesto tratando de decir "tú no entiendes". "Entonses vistete siempre de lila". Insistí, pero ella no que quiso hacer caso. No pudo o no quiso, siempre me quedará la duda, con lo fácil que hubiera sido recortar el vestido, en vez de guardarlo para siempre en el armario de los mateles. Habría podido también comprar telas de color lila o rosado, tampoco era pedir rojo, no era nada del otro mundo. Pero llegaban las vacaciones y yo me sacudía del olor a guardado de mi casa, de las faldas oscuras de mamá y de su cara larga, y me iba a vivir a la finca de mi abuela. Mis papás y mis hermanos se quedaban en la casa en Bogotá y sólo iban los fines de semana a visitarme. Yo siempre era la primera en llegar. Primero que Juliana y que Valeria. Y la última en irme. Raspaba las vacaciones y respiraba un aire de libertad que me daba fuerzas para aguantar tantos meses de encierro que luego se me venían encima, entre el colegio y la casa.
Durante las vacaciones dormíamos las tres primas en un cuarto que se comunicaba con el de la tía Luisa. Cuando, a medianoche, el fantasma de Manuel hacía chirriar la puerta del armario para hacerme bromas, yo no entendía que eran sus típicas travesuras de un niño y salía corriendo para la cama de Luisa. Templando le contaba en secreto lo que él me habia hecho y ella no era como papá y mamá, que siempre decían , "son imaginaciones tuyas", los fantasmas no existen". Luisa me creia; sabia que era verdad. En secreto, me decía porque él me había visto en la barriga de mi mamá y no había alcanzado a conocerme. También decía que era un niño fantasma, una presencia celestial y que no debía tenerle miedo, que él estaba ahí para cuidarme. Yo le creía y me abrazaba a ella, y así, bien apretadas, hablabamos de Manuel hasta que me quedaba dormida. Al otro día, mis primas me descubrian en la cama de Luisa y se burlaban de mí, como la niñita que no puede dormir sola. En el fondo, se morían de celos. Lo supe siempre y eso no me disgustaba. A los nueve años, yo sabía que necesitaba cariño. Chupaba afecto como una esponja. Necesitaba abrazos y disimulaba dándomelas de fuerte.
Era mandona y dominante, qué le voy a hacer.
Ahora me doy cuenta. Si hubiera podido aplastar a mis primas, las habría aplastado. Las dejaba regadas en las competencias de natación. Les pegaba durísimo con el balón, cuando jugábamos básquet. Mis piernas eran más largas, corrían mejor y se agarraban de la tierra cuando trepábamos monte arriba, en las excursiones. Mis manos eran hábiles y sabían hacer melcochas casi tan bien como Luisa. Fui siempre la más alta, la mejor deportista, la más acusetas, la más consentida, la de la voz chilloña. Necesitaba ser todo eso. Necesitaba que allá en La Unión, alguien me quisiera más que nadie. (Y Luisa me quería asi) Mi abuela también me quería mucho pero, al menos ella, trataba de disimular y jugaba a que nos quería a las tres igual. Ahora que ya he crecido, cuando todas esas cosas no están en juego, cuando la vida se define en otras pruebas, me niego a creerlo. Necesito creer que mi abuela me quería más que a nadie en el mundo.

☆Los Años Terribles☆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora