Parte 1

16 1 4
                                    


Me dolían los huesos. Todos y cada uno de ellos. El viaje de vuelta resultó largo para tratarse de una distancia a dos manzanas en coche. Pero lo que realmente resultó duro fue ver y oír. Hasta este mismo momento jamás me había parado a pensar en ello. Lo mortífera que podía llegar a ser la dependencia y lo vulnerables que éramos ante ella.  Lo triste es que no te das cuenta de lo que verdaderamente importa hasta que lo presencias en primera persona o como un mero espectador. 

En mi caso, fue más la segunda que la primera. Llevaba leyendo novelas de amor de todo tipo de condiciones desde que tenía doce años, exhalando suspiros de melancolía por promesas imposibles, alimentandome de cada locura provocada por el más desesperado de los amores, soñando con la vaga idea de aquello a lo que llamaban verdadero amor. Pero en ninguno de los noventa y tres libros que me había llegado leer hasta hoy mencionaba lo traicionero y lo hipócrita que era ese sentimiento. Deberían advertir, junto con el analfabetismo y la incultura, que un libro puede, no obstante, causarte la más profunda decepción ante la vida que está más allá de las páginas. 

Mi tia era un gran ejemplo de ello. Ella no leía. Ni siquiera estaba segura que se permitiese soñar. Pero una vez lo hizo. Supongo que como todos hizo aquello que hacen todas las personas que se creen con fe ciega las promesas y que dan por hecho los "para siempre". ¿Fue su culpa?  Seguramente. ¿Pero acaso no tienen la culpa  todos los enamorados? 

Pero qué iba a saber yo... solo tenía diecisiete años de experiencia  sin nada que poder contar ni a nadie a quién poder impresionar. Asique me limite a hacer lo que debía hacer. A escuchar y a intentar no recordarlo antes de irme a la cama. Mirar la ventanilla era de gran ayuda. Intentar dejarme ir con el tráfico también hubiera resultado. Pero podía oír las lágrimas sin escucharlas si quiera. Dijo que no le respondía a las llamadas. Que no podía pagar las facturas. Que él era también responsable de sus tres hijos. Las palabras de consolación de mi madre me resultaron más difíciles de escuchar. Quizás porque en el fondo sabía que dijese lo que dijese sería completamente inútil. Era un gran secreto a voces que nadie en ese coche se atrevía a pronunciar en voz alta. 

Cuando por fin la dejamos en casa, el silencio ocupó su lugar. Me pregunté qué hubiera cambiado de haber tenido la oportunidad. Me vino a la mente una de las muchas frases de mi profesor de filosofía: 

"No hay nada peor que hacer las cosas mal y que nos salgan bien"

Quizás ella estaba viviendo un mal menor del que tenía posibilidad de salir, de hacer las cosas bien. Pero, ¿cómo saber qué cosas están bien? Nadie te enseñaba a diferenciar lo que verdaderamente estaba bien de lo que no. O quizás sí lo hacían, pero no tenían idea alguna de lo que decían. Porque solo pueden dar lecciones aquellos que no han caído en el error, pero a su vez,  sino caes en el error ¿cómo sabes que está mal? 

Me alegré de llegar a casa, notaba el cansancio de la conversación en cada una de las células de mi cuerpo. Ahora, como todos los días, solo me quedaba limitarme a dejarme llevar por la monotonía de las recién empezadas vacaciones de verano. Pero solo alcancé a ver la sonrisa de mi madre por el retrovisor. No era el tipo de sonrisas que asocias a las personas felices. No era honesta. No era suya. Y eso fue lo último que logré almacenar en el rincón más profundo de mi mente antes de ver la cegadora luz y oír el exuberante claxon del camión que se nos venía encima. 


AntesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora