Furcia

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Ayer, entradas las siete y media, o treinta, minutos -hago la aclaración porque bien sé cuanta molestia te crea mis apreciaciones a medias, o incompletas, jaja-, la noche caía como de costumbre con su innata oscuridad, y te esperaba como siempre porque sabía que aquel día, que ésta vez que lo cuento es ayer, vendrías no a verme como solías hacerlo cuando me querías y los ojos te rechinaban de dulzura y brillaban de afecto, si no a despedirte. Iniciaste los saludos habituales, de besos y abrazos, con una desordenada manera, extraña en ti, de evadir mi encendida alegría de verte. Nada explicaste ésta vez, siempre solías hacerlo a cada pedido mío excedida en detalles y le sumabas gestos y señas con las manos abarcando toda mi atención, solo dijiste que te ibas y que alguien más te esperaba en un vehículo que se veía a la distancia para partir de inmediato. Debí dejarte ir así, ninguna palabra de mí salió para enmendar tu error, y quedé allí plantado repasando, mentalmente, detalles para cobrarte cuando regreses.

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