Una explosión diferente nos sacudía los huesos cada mañana donde además de agua exagerada, como en una película triste y dramática, por toda la ciudad llovía metralla. Esquirlas de una pasión mal acostumbrada, sueños nada más. Y vivimos así, sobre el filo del peligro. Porque nos habíamos acostumbrado a él. Éramos sus hijos. Dos pequeños capullos envalentonados, provistos de alas y amarillos. Y vine a notarte mariposa la undécima mañana de un mes cálido. Tórridos ojos encendidos de azul tomando impulso en tu rostro; risas estridentes de felicidad bordeando el viento; y campanas al vuelo si me veías seguirte el rastro para perdernos por donde todos temen, pero que a nosotros el reto no nos excede. Dibujé todos los hechos con palabrería fina como me lo enseñó la maestra, sin desviar la atención, aplicado y receptivo, y al terminar la expedición, con tu ausencia, comprendí que las aladas mariposas amarillas no tienen secuaces ni guarida.