Aquella extraña tarde caminaron mucho los tres jóvenes. Orientados por Marcel llegaron a un lugar que él llamaba el pozo. Era un caño oxidado del diámetro de una taza, puesto en medio de la nada que sobresalía de la tierra más o menos hasta la altura de las rodillas.
Nicolás tomó una piedrita del suelo, la palpó y la dejó caer por el agujero. Los tres se quedaron escuchando con atención: rechinó al rozar contra las paredes hasta que en un momento ¡pluck! Había llegado al fondo. Marcel les aclaró que abajo había una caverna llena de agua.
Se sentaron alrededor de aquel caño. Nicolás sacó de la mochila unas galletas y un termo lleno de café con leche y azúcar. Se sentían cansados pero relajados. Comieron y hablaron de cosas que pasaban en sus vidas. Estaban cambiando, se sentían raros. Entraban juntos a la adolescencia, llena de energía y vitalidad.
Toby, el perro de Juan, iba con ellos. Era pequeñito y de pelo blanco revoloteado. Aun echado, no paraba de gruñirle a ese caño e inclinaba la cabeza hacía los lados como si oyera algo en su interior.
―¿Escuchará algo? ―dijo Nicolás, observándolo con atención.
―Puede ser, la caverna hace ruidos que nosotros no escuchamos ―contestó Marcel.
―Ajám ―replicó Nicolás sin más.
Hablaron hasta que el día les anunció que pronto moriría. Se prepararon para emprender la vuelta.
―Vamos, Toby. Se nos está haciendo tarde.
«¡Guaf! ¡Guaf!»
Toby se paró frente al caño. Le ladraba con insistencia. Había adquirido una posición defensiva.
«¡Guaf! ¡Guaf! ¡Guaf!»
―Tu perro está loco, Juan ―dijo a lo lejos Marcel, quién ya había emprendido la vuelta pero volteó para hablarle.
Marcel se equivocaba. Toby estaba cuerdo, muy cuerdo.
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Cuida tus Meñiques
МистикаToby no estaba loco. Si Marcel hubiera conocido las consecuencias de visitar el pozo aquella extraña tarde de verano, sin dudas lo habría esquivado como a la muerte. Después de aquel día se volvieron taciturnos y melancólicos. Marcel tenía una vaga...