El comienzo

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Quiero salir de esta casa de locos cuanto antes pensó Laura mientras contemplaba a su padre trinchar la carne. Fue un momento fugaz, casi un suspiro, pero las palabras retumbaron en su cabeza como piedras cayendo en las profundidades de un abismo. Sabía que aquello no estaba bien. Joder, en realidad nada estaba bien. Su vida no era un cuento de hadas y cada día que pasaba sentía una opresión más significativa, llegando a producir nauseas y una sensación de soledad completamente agotadora. Los sentimientos se clavaban en sus huesos como hojas recién afiladas y, sin ir más lejos, la misma realidad no distaba mucho de eso mismo, una nueva visión del mundo recién afilada. Laura es una chica de diecinueve años con unos ideales que hasta entonces ha creído férreos pero que, en un abrir y cerrar de ojos, habían sido calados e invadidos por una especie de contradicción que erizaba sus cabellos. Siempre creyó en su familia, en sus costumbres y creencias, en sus devenires y tradiciones, en definitiva, siempre quiso a su familia por encima de todo. Qué importaba que no fuese como el resto. En sus rarezas se encontraba la verdadera esencia de los Karnstein.

Ahora, mientras observaba a John desgarrar la pieza y recorrer con la mirada la trayectoria de la sangre que, gota a gota, se depositaba en el fondo del plato hasta formar un ligero charco escarlata, en la mente de Laura convergieron dos facciones de ideales que, inesperadamente, dieron con la victoria del ejército extranjero. La sangre ya no era agradable para su vista ni mucho menos suscitaba esa asombrosa atracción de antaño, su padre ya no era ese tipo admirable al que veía como un héroe de guerra ni mucho menos el hombre con el que cualquier persona en su sano juicio querría convivir. Su casa era un sinfín de desbarajustes psicológicos que convergían en cinco individuos intentando sobrevivir en un mundo demasiado reglado contra las incongruencias al margen de lo "normal".

Laura desvió rápido la mirada intentando que en sus rasgos no se notase ningún ápice de duda. Recorrió el comedor con la mirada y no pudo evitar detenerse de nuevo en aquella horripilante cabeza de ganado que su padre exhibía como un regalo divino. Sí, John es fanático de la caza y no hay día que no pasee por su solar con una escopeta atada al hombro. Tenía una colección de armas dignas de un soldado en plena guerra que derivaban desde rifles a escopetas pasando por machetes y demás utensilios con los que matar cualquier ser que camine a cuatro patas. Él creía que se le había encomendado una misión divina, a lo cual John denominaba la Llamada de Dios, contra los animales del mundo. Ningún ser a cuatro patas es digno de pisar la Tierra del Señor excepto una mujer. Eso significaba sumisión y la única sumisión digna es del hombre a Dios y de la mujer al hombre. A qué estaban subyugadas aquellas bestias. Al libertinaje, sin duda.

Con aquellas palabras de su padre en mente, el desprecio y la rabia crecían como una llama avivada en el mismísimo infierno. Sentía unas ganas irrefrenables de salir corriendo y no mirar atrás, simplemente correr y correr y cor...

- ¡Laura! - los gritos de su madre le sacaron rápidamente de su trance. Vuelta a la puta realidad.

- Perdón, estaba pensando en una cosa de clase.

- Come, cariño, tu padre ha preparado un cena muy especial hoy -las palabras de Margaret eran siempre pausadas y con una ralentización que rozaba la exasperación. La tranquilidad con la que su madre hablaba en todo momento era, en gran medida, reflejo de su carácter. Sumiso, como a papá le gustaba.

- ¿Ya te has quitado de la cabeza esa ridiculez de que los animales tienen tanto derecho a vivir como nosotros? He visto que mirabas a Coloso intrigada. Espero que hayas contemplado el pecado en cada pelo disecado.

- Bueno...

- ¿En qué pensabas si no?

- En una cosa de clase, ya lo dije antes.

- Puedes compartirlo con todos.

John se sentó en la silla con la mirada fija en su hija y los ojos refulgiendo de ira. Apoyó los codos sobre la mesa y, juntando las manos, posó la cabeza suavemente sobre ellas. Se avecinaba tormenta.

- Son cosas privadas. Bueno, yo...

- ¡Cosas privadas! - dando un golpe sobre la mesa se levantó como un resorte con las facciones desencajadas.

- John, tranquilízate -Margaret, con su voz dulce y habla tranquila, intentó calmar los ánimos pero aquello ya no tendría fin hasta sus últimas consecuencias.

- ¡No quiero calmarme! Esta mocosa no tiene derecho a decir tales sandeces.

Mientras aquello ocurría en la mesa, Bram y Stephen, los hermanos pequeños de Laura, contemplaban la escena apabullados con la boca desencajada y una ligera mueca de terror. Stephen, el mayor de los dos, jugaba con su tenedor mientras veía a su padre en un estado de nerviosismo irracional. No era la única vez, pero si la primera, que gritaba de aquella manera. Bram, el pequeño de la familia, no sabía muy bien lo que estaba pasando pero el tono alto de su padre le asustaba y, aunque quería, tenía miedo de llorar. Por esa razón mordía el dedo con una fuerza creciente, intentando distraerse con algo.

- Mejor me voy a mi cuarto, no quiero discutir, papá -Laura intentó levantarse de la mesa pero antes de que pudiese siquiera apartar el plato, un nuevo golpe sacudió la madera.

- ¿A dónde crees que vas? Estamos hablando.

- ¡No! ¡Tú estás chillando y yo no quiero hablar! -estaba gritándole a su padre. Qué cojones hacía.

Margaret, asombrada por el pronto de su hija, agarró la mano de su marido e intentó calmarle con más ahínco. Absurdo intento.

- Esta vez sí que te has pasado de la raya, ¡te voy a enseñar a respetarme!

Laura intuyó, y supo en milésimas de segundo, que o corría o estaba muerta. Apartó la silla rápidamente, dejándola caer con un sordo estrépito y se aventuró a las escaleras que llevaban al segundo piso. Sin embargo, detrás de ella se escuchó un berrido desgarrador y, acto seguido, sintió una gran fuerza que tiraba de su caballera. Cayó al suelo dándose un fuerte golpe en la cabeza. Su padre, con la cara desencajada y una mirada psicótica cercana a la extrema locura, se posó junto a ella y la miró fijamente hasta que, en breves susurros, habló:

- En realidad no quiero hacerte esto.

Agarrando el pelo de su hija y arrastrándola por toda la cocina mientras dejaba un breve reguero de sangre que brotaba de su cabeza, John se encaminó hacia la puerta de la despensa. No quiero hacerte esto repetía una y otra vez pero tengo que hacer que me respetes. Las últimas palabras que Laura escuchó fueron las de Stephen gritar "¡el Armario!" con júbilo debido a que ver a su hermana sucumbir frente a su padre y el hecho de que sea ella la que va al Armario y no él le hacía mucha gracia.

Tras cerrar el Armario con rabia, y con Laura inconsciente en el frío suelo de la despensa, John volvió a su silla. Agarró un crucifijo que llevaba colgando de una cadena a su cuello y durante unos segundos pidió perdón a Dios por aquello que acababa dehacer y rogó que salvase a su hija del pecado que nublaba su vista. Después,contempló la mesa y sonrió al ver cómo comían sus pequeños. Stephen comía parte de un muslo y Bram, con sus tres años, mordía un dedo, todavía sangrante, que había cogido de la mesa. Hoy era una cena especial, la Caza de la noche anterior se había saldado con la muerte de ese hijo de puta de Mike y ahora se lo iban a comer con sumo gusto mientras en su cabeza escuchaba los dulces gritos desgarradores de la viuda en su lecho.

Los KarnsteinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora