8 · El hombrecillo Marcel

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Los años mozos del hombrecillo Marcel habían pasado y comenzaba a evidenciarse en su rostro. Pero aprendió todo sobre cómo vivir en el nuevo milenio. Usaba Internet y el celular. Incluso hablaba una jerga perfecta. Le gustaba mucho el nuevo mundo.

No veía a los otros hacía mucho tiempo. Tanto el hombrecillo Juan como el Nicolás habían decidido marcharse por el pozo de dónde vinieron. Estar arriba era lindo pero arriesgado. Pese a todo, el hombrecillo Marcel decidió jugársela un poco más.

La policía lo buscaba por múltiples delitos a la integridad de las personas. Pero para él la policía no representaba un problema: había aprendido a ocultarse de ellos con extraordinaria eficacia. Cuando lo ameritaba se encogía y dormía entre los tibios gatos de la calle.

A lo único que temía era que el verdadero Marcel muriera. Si eso pasaba, él tendría una muerte espantosa e inmediata, pues el hilo de plata que los unía desaparecería y no le daría tiempo siquiera para volver al pozo. Moriría en la forma física de Marcel y no podría robar más energía vital de ningún nuevo joven. A eso le temían los otros hombrecillos. 

 Solitario, tomó otro trago de whisky

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Solitario, tomó otro trago de whisky. El bar que frecuentaba, oscuro y abandonado, le recordaban a las pulperías que solía frecuentar en Buenos Aires en su otra vida, allá por 1816. Iba cuando se sentía nostálgico.

«Quizá ya sea hora de volver al pozo», pensó.

Pero era demasiado tarde.

Fue en aquel mismo bar pero semanas después que sintió una descompostura de muerte. Se recostó sobre sus brazos para aliviar el dolor. Murió en esa posición, allí mismo. Nadie se percató. Un borracho pasó llevándose por delante la mesa donde yacía el cuerpo y este cayó desplomado sobre el piso. Entonces la camarera llamó a la policía.


De cuclillas, un policía de rango, sin uniforme, observaba con detenimiento el rostro del hombre. Se paró y le dijo a su ayudante;

―Marcel Prost.

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