El Desierto De Los Malditos

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Me dijeron que no lo hiciera, que era una estúpida historia, pero de todas formas voy a dar a conocer mi experiencia. Ya no sé cuánto tiempo me queda; según los doctores, el tratamiento al que estoy siendo sometido tiene un alto porcentaje de vencer a la leucemia, no lo sé, por lo que a mí respecta estoy muerto. Lo vi muchas veces y lo viví muy de cerca. Por ello, deseo dejar mi testimonio.

            Todo comenzó, en lo que a mí se refiere, hace tres meses, y eso ya lo van a entender cuando termine de contar esta maldita historia en que me tocó ser partícipe por la acción del destino.

                 Mi padre: un hombre de setenta y dos años, en ese momento, diputado ya por cinco años del partido Radical de Chile, no hizo nada más que darle una pequeña oportunidad a su  mediocre hijo bastardo para que pudiese armar su vida, lejos de él y de su círculo social. Por ello me consiguió un puesto administrativo en un pequeño consultorio médico en el olvidado pueblo de Melipeuco, en el sur del país.

              Partí el miércoles seis de Abril del 1955, en tren y muy temprano, hasta la ciudad de Temuco. Ahí me esperaría, Sanfuentes, el cual me llevó en automóvil, un elegante Büick azul, hasta unos cincuenta kilómetros antes de llegar a ese lejano pueblo. De ahí en adelante nos fuimos en carreta y  a caballo.  Pasamos la noche en la casa de unos muy agradables campesinos de avanzada edad. Al medio día del viernes, llegamos a nuestro destino.

            Me presentaron con dos de las tres enfermeras y el único médico de aquella posta: el doctor Lillo, un cincuentón bueno para beber cualquier tipo de licor sobre los seis grados, mediocre y poco limpio. Ideal para mí, ya que no era mejor que él, ni  ese lugar tampoco.

            Como había trabajado en Santiago, en el Hospital Salvador, en la cuenta de farmacia, algo sabía a lo que a compras y distribución de medicamentos se refiere, por lo que no me costó nada aprender lo que Sanfuentes, muy entusiasmado, me enseñó.

               Ese primer día me dirigí a la pensión donde iba a dormir. La dueña, una gorda muy risueña, la señora Flores, me ayudó a subir mis cosas. Luego, Sanfuentes me fue a buscar para ir a la bienvenida que me tenía preparada la gente de la posta. Fue con Ana María. Ella, era una de las enfermeras, la mayor, de unos cuarenta y tantos años. La pobre era de facciones finas y de un brillante cabello castaño, pero era coja  (su zapato izquierdo era especialmente grande y pesado),  su andar era penoso y agotador. Ocultaba su dolor y molestia con su buen humor y la cocina, también riéndose de los fracasos amorosos de cualquiera, en la cara.

           Por la noche, durante la recepción, fue la primera vez que oí hablar de las sombras. Mientras Lillo me hablaba sobre los proyectos que el presidente Ibáñez tenía para la provincia, puse atención en lo que Ana María y otra enfermera, Catalina, hablaban. Sus voces eran bajas, prohibidas, nadie parecía tomar en cuenta su conversación, pero lo hacían; hasta Lillo. Sus ojos los delataban, miraban rápidamente a las dos mujeres y retiraban la mirada, como diciendo: no hablen eso que trae mala suerte. No era mala suerte lo que traían esas palabras, era mucho peor que eso.

               A las diez de la noche ya estaba en mi habitación. Sanfuentes y el doctor Lillo me fueron a dejar. Era una noche helada y silenciosa, las calles estaban vacías y el cielo abierto como queriéndose caer. Me quedaron dando vuelta las palabras de Sanfuentes al despedirse:

            – No se le ocurra salir de nuevo, Señor Morales, aquí ha estado un poco complicada la cosa y, por las noches, han pasado algunos accidentes poco comunes.

          Obedecí y, como un niño pequeño al oír las órdenes de su padre, entré a la pensión. Me acordé de lo que había oído de los labios de las enfermeras.  Cerré la puerta y me acosté.

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⏰ Última actualización: Dec 10, 2013 ⏰

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