El argumento del diseño inteligente de los creyentes en Dios me incomoda a niveles que trascienden mi entendimiento, como si se me hubiera metido arena o migas de pan entre el alma y la mente y no llegara a rascarme allí.Para quien no lo conozca, esta terrorífica premisa arguye que las cosas más espectaculares de nuestro universo no pueden ser obra de la casualidad (permítanme que me carcajee ante la temeridad que supone afirmar sin pudor que el complejo y tortuoso entramado en que consiste la evolución darwiniana es sinónimo de la casualidad), sino que deben haber sido diseñadas por un ser supremo súper inteligente.
El cuello de las hormigas, perfectamente preparado para cargar pesos proporcionalmente estratosféricos, es uno de los ejemplos que utilizan para "demostrar" que la vida es demasiado compleja para ser fruto de algo que no sea Dios.
Nadie ha dicho nunca que la teoría de la evolución sea fruto de la casualidad, de hecho son tan incompatibles como hacer una felación con parkinson, pero dejando eso a un lado, quiero tumbar el argumento de que la casualidad y el azar no puedan hacer cosas de complejidad irreductible, porque me molesta que un Ser al que nunca he visto se lleve un mérito que no le corresponde.
Pensemos por un momento en las palomitas. No palomas pequeñas. Las palomitas de maíz. ¿Las habéis observado alguna vez? No mirar a un bol de palomitas de pasada cuando alguien más las está comiendo. Ni si quiera el tiempo agonizante en que las observas sin poder tocarlas porque estás esperando a alguien. Hablo de coger una palomita y mirarla con detenimiento. Hacedlo.
Sigo fascinándome con sus complicadas formas, fortuitas curvas y misteriosas singularidades. Aunque observadas con distancia pueda parecerlo, cuando las observas individualmente ninguna es igual que otra. Dios no tiene los derechos de esto. Me niego a que el mismo ser que castiga a las personas que no piensan como Él se quiera atribuir la autoría de semejante obra de arte. De las palomitas. Pero tampoco del cuello de las hormigas ni del milagro de la vida.
Lo que voy a relatar es obra de la casualidad y me niego a que nadie se quiera atribuir el mérito.
La gente a mi alrededor siente pena por mí porque "no creo en nada". No creo en la magia, en dioses, en supersticiones, en la astrología o en el destino, y sin embargo no encuentro a nadie que crea en lo que yo creo. Al parecer es una creencia sin fundamentos, que cuando la haces visible la gente a tu alrededor te cree inocente, idiota o loco. Si yo trato de argumentar que creer en todas esas cosas es erróneo, no falta quien me diga que estoy faltándole al respeto a su fe. Pero yo creo en las personas y tengo que decirlo bajito porque si no, soy un ingenuo. Creer en las personas me convierte en un iluso. Según esta singular especie, llamada ser humano, tengo que asumir ya que la vida es una mierda, que el mundo es una mierda, que el ser humano es egoísta y malo por naturaleza, y que pensar lo contrario me depara hostias tangenciales. Y qué. Estoy dispuesto a darme las hostias que hagan falta para conocer a los buenos.
Se puede tolerar un mundo de demonios por conocer a un ángel.
La gente buena. Que existe y está en todas partes. Viven entre nosotros pero estamos ciegos para verlos. Pero yo no. Yo creo en la gente. Creo en ti hasta que me demuestres que no debo. La confianza no se gana, la confianza se pierde.
Tomar por estúpida a la gente por el hecho de ser buena contribuye a que el mundo se llene de hijos de puta.
Estoy divagando así que vamos con mi historia. Conocí a un ángel y todo el mundo me decía que desconfiara. "Tiene 10 años menos que tú", "está loca", "es muy guapa, sí, pero no la conoces en absoluto". Me acaba de mirar desde la cama; tiene la cabeza detrás de un libro y cree que no me doy cuenta de que me mira a hurtadillas. "Me acaba de mirar desde su escritorio; está sumergido en el portátil escribiendo y cree que no me doy cuenta de que me mira a hurtadillas" pensará ella.