por
Franco Vega
AHORA NO ES IMPORTANTE. Claro que no. Qué puede importar en un momento como éste, cuando lo más cuerdo es sentarse y pensar con toda calma que no hay dónde esconderse y que de un momento a otro uno puede ser el último ser humano del planeta, apagándose como una luciérnaga en una tormenta de arena. Supongo que el final me encontrará releyendo esto para matar el tiempo. Hace apenas una semana era parte del documento más clasificado del planeta, supongo. Y ahora tiene tanta relevancia como la revista que cualquier empleado de supermercado se llevaba al baño para no tener que contar otra vez los azulejos mientras hacía lo suyo.
En fin.
No sé cómo lo habría conseguido Coleman. Se lo saqué de entre los dedos muertos en el servicio de caballeros, donde decidió ponerle fin a todo con los dientes apretados alrededor del cañón de la automática que llevaba de adorno desde hacía tres décadas. Es increíble; no sé por qué lo hice. No tenían nada de especial, sólo era una carpeta de cuero con un fajo de papeles adentro. Ni siquiera debería haberla notado en semejante escena; contrastaban mucho más los sesos del capitán untados en la pared y la elegante mancha de orina que le oscurecía los pantalones del uniforme de gala. El caso es que forcejeé con los dedos rígidos del viejo cabrón y me llevé la carpeta mientras tres kilómetros encima de nuestras cabezas la humanidad se extinguía minuciosamente. Cuando salía del baño me crucé con uno de los ingenieros que entró casi corriendo y se puso a mear a un metro del cadáver del capitán sin siquiera mirarlo o preguntar qué había pasado. Mentiría si dijera que me sorprendió. Yo, sin ir más lejos, tenía más presente lo irreal que parecía el olor a desinfectante, tan normal en el baño de una instalación oficial, que el cadáver de un capitán del ejército tirado en el piso, por lo demás bastante pulcro.
Se supone que las historias tienen un comienzo, pero no ésta. Aunque hay que empezar por alguna parte. Digamos que soy militar, cumplí cincuenta y cinco años hace un mes, tengo –a estas alturas, supongo que lo correcto sería decir que tenía- una hija y una nieta. Estoy en una base de ensamblaje experimental de misiles, tres kilómetros bajo tierra en el desierto de Nuevo Méjico. Debería decir que hasta en eso nos mintieron. Estos misiles experimentales son un chiste comparado con lo que está pasando allá arriba. De todas formas ni siquiera hay modo de estar seguros de qué tanto estamos participando en eso. No puedo ni imaginármelo y, claro, seguro tampoco querría hacerlo.
En fin, no queda mucha gente en este nivel. Hay tres niveles más por debajo, pero no quiero ir ahí todavía. Aparentemente soy supersticioso y quiero fingir que aún no me doy por vencido. Es mejor que tomar conciencia de que estaba derrotado antes de empezar, que todos lo estábamos. Aquí se está bastante cómodo y la luz verde sobre el montacargas C-8 sigue encendida, recordándome que aún tengo una jugada más en el tablero si (cuando) la cosa se ponga fea de verdad.
El caso es que está la carpeta, esta cosa que se mantuvo en secreto y que no sé cómo terminó en el piso del baño de hombres de acceso general. En la primera página hay una copia desvaída de un protocolo. Dice muchas cosas. Incluso que la integridad de los documentos está por encima de la de cualquier ser humano, sin importar su nacionalidad, las circunstancias o el cargo. Está firmado por todos los peces gordos imaginables.
Y ahora no vale nada. Visto con filosofía, nunca lo valió.
Otra cosa que dice es que los documentos son originales, que nunca se copiaron ni digitalizaron, nunca se realizaron grabaciones ni se registró su contenido en ningún medio fuera de sí mismos. Lo que obviamente es pura mierda, porque la carpeta no contenía originales sino fotocopias. No hay enmiendas ni falta nada excepto lo que se consideró intrascendente.