Una lección

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No era mucho de mendigar. Pero pasados los 25 años y confinado en mi inoperancia patológica, me vi gastado de practicar con tanto ahínco la indolencia mientras mis miembros se entumecían adormecidos por el sopor en aquel mugroso sofá donde rezumaba el sudor de mi carne hasta su metálico esqueleto, vaciado de entrañas en mis virtudes y con una experiencia que podía resumir descaradamente en un punto y final. Asumir la caricatura esperpéntica en la que uno se ha convertido puede abocar a un revulsivo que te catapulte o por el contrario a la queda pasividad insensible. Así que absorto en mis obtusas disquisiciones, absurdamente me arranqué de mi acomodo glacial y baldío, y comprendí que mendigar no era un mal modo de vivir, aunque más bien desemboqué en mi convencimiento cuando mi padre, presa de los delirios de un iracundo desmán desdeñoso, empastó la boquilla del grifo que financiaba mis banales necesidades ansiosas y secó de un plumazo toda mi primavera licenciosa. Hubiera tenido la alternativa de acudir a mi madre, pero me aventajó en sagacidad mi padre, quien maniató la compasión de mi madre asegurándole que se iría de casa llevándose todo si cedía a mis chantajes emocionales con los que él creía que yo la manipulaba. Entonces rebusqué en los escombros de las miserias de mi infancia. En verdad y siendo sincero, en mi vida sólo tenía clara una cosa: Quería ser escritor, o había querido ser escritor. No sé si alguna vez lo desestimé realmente. Fue una decisión que tomé a muy temprana edad, apenas tenía 10 años, y no creó que me sedujera esas montañas de papel que escribían, sino lo extraordinario que se contaba de sus vidas: un desfile de fiestas compartidas con la flor y nata, chicas plastificadas por las manos de diestros ingenieros de la belleza, chicas que adolecían de seso e ingenio, superficiales y vanas, y que remoloneaban junto a tipos como yo, sobrados de seso e ingenio que estábamos dispuestos a burlar a nuestra conciencia pervirtiendo la realidad y fingiendo que aquellas mujeres estaban con nosotros por más de lo que nuestro nombre evocaba (da igual el tipo de mentira con tal de amanecer al lado de aquellas neumáticas bellezas, a pesar de parecer agresivamente estúpidas a la mañana siguiente y engordar la soledad más sólida cuando las luces del alba acribillan su inmundicia y las mortajas de las cortinas no apagan su vaciedad mortal)... Me fascinaba ese mundo interior poblado de divertimentos que distraía de la vida insustancial a los altos ingenios. Aunque no había caído en la cuenta del tremendo esfuerzo al que debía someterme. Pensé que aquellos que imaginaban historias épicas vivían historias épicas; que el tedio, la monotonía, los esfuerzos y el sufrimiento no eran temas que varaban en el astillero de su alma. Pero descubrí que el verdadero escritor es el que en la ciega oscuridad de sus entrañas palpa con su muda voz los dolores reprimidos cuyo fuego arde incombustible pero en la intimidad de sus sombras. Si soy sincero, he de anotar que lo intenté. Lo intenté con todas mis fuerzas. Lo intenté como si me fuera la vida en ello. Fruto de los sudores de un parto ignominioso engendré una abominación extraordinaria, un relato formidable sobre un hombre que vende todas sus posesiones y todas sus tierras en Murcia para comprar un pedazo de tierra en la costa de Mazarrón, porque sabe que debajo de esa esterilidad de guijarros que lamen las babas del océano se esconden las ruinas de una antigua villa romana. Escribí un relato magnífico. Cada palabra fue un acto de sumisión al dolor. Cada frase era como si me arrancara una parte de mi alma. Leí el texto una y mil veces y su azogue reproducía cristalinamente la materia de mi sufrimiento. Era una geografía fiel de mis dolores, un retrato patético de cada golpe y de cada herida que me había asestado el aciago devenir de los días. Para mí había sido un logro. Pero el relato peregrinó por una y mil manos que no supieron apreciar su grandeza, miopes negligentes que no hubieran sabido diferenciar un rubí de un trozo de vidrio erosionado por las corrientes del mar. Ninguna recompensa. Ninguna palmada en los hombros. Sólo silencio. Una telaraña de constelados silencios infructuosos, como páramos áridos a los que la esperanza espectral de la luna castiga regando con su luz lejana tierras afortunadas, acentuando la sórdida podredumbre de la que uno está hecho. Uno se siente más sólo cuando la luz cae a unos metros suyos. Así que renuncié a escribir, o lo postergue. Aún no sé muy bien qué fue lo que decidí. Espero a ver si el instinto vuelve a arrebatarme y me pongo a cincelar sombras sobre el papel. De ahí en adelante todo lo justificaba con mañana y mañana estaba siempre muy lejos. Al menos me consolaba. Pero para mi padre no era más que un holgazán premiado con una locuacidad incontrolable que adornaba con una memorable interpretación. Algunas veces llegué a creerme que podía ser un gran actor dramático. Les entregaba la hostia de mis mentiras y ellos, postrados y crédulos, comulgaban con la liturgia de mis palabras. Mi padre dejó de financiarme mis vicios y entonces pensé que podría cosechar un gran éxito si fusionaba mi locuacidad con mi don interpretativo. Mendigar podría convertirse en una especie de performace teatral. Así me lancé a mendigar. Primero mendigué por las orillas de la costa de guijarros de Mazarrón, que apenas estaban a cinco minutos de casa, pero pronto descubrí dolorosamente que lo más que llevan los turistas encima son unos frascos diminutos de crema solar y unas floreadas toallas. Mi segundo objetivo fueron las calles del pueblo y los alrededores de la escultura del Cristo que abre sus brazos junto al faro, circundado por unas arriscadas pendientes que entraban en el mar. Pero sólo obtuve miradas cargadas de inquina, humillaciones y resoplidos quejosos de gentes que o conocían a mis padres o me conocían a mí. Así que no me quedó otro remedio que o mendigar trabajo o salir del pueblo a desarrollar mi mendicidad en los alrededores. Era una disyuntiva compleja. Hasta ahora no había podido disfrutar de ningún incentivo, a pesar de que sí me había expuesto sobremanera al riesgo de las vejaciones. Fui fustigado por más de una lengua viperina y la diarrea de sus imprecaciones contrastaba con la finura con las que parecían destacar aquellas mujeres en sociedad. Pero la disyuntiva se reducía a un extremo, pues no poseía crédito para alargar las peregrinaciones de mis miserias. Así que mendigué trabajo. Y fue en mi primer trabajo donde conocí a Pedro, un viejo lampiño y enjuto, que siempre que hablaba lo hacía entre aterrorizados susurros. Era como si fuera a despertar a algún ser que habitara las sombras. Si le seguías de cerca con la mirada, podías atisbar como temblaban discretamente sus labios. Yo ahora sé que mascullaba una plegaria bastarda, ofendido con Dios, enfrentado a su silenciosa lejanía. Me conturbó la imagen de sus callosas manos: "Cada llaga, cada astilla que se hunde en mi mano, es el recuerdo por cada alma que tuve que sepultar bajo la arena. Este trabajo es muy duro, muchacho. Aquí se ven las miserias del alma." Era enterrador y no le faltó tiempo para proponerme ser su socio, y evidentemente yo accedí. ¡Qué tenía que perder! Al menos en aquel trozo de tierra orillada por un muro de ladrillos leprosos y con arrugas de lápidas salpicándose de un extremo a otro ya habían perdido todas las almas que dormían en el sueño de la muerte todo lo que habían poseído. La tierra era seca. Trabajarla era un sacrificio. A veces teníamos que utilizar un martillo eléctrico industrial para agrietar primero la tierra. A Pedro siempre le encantaba dar el último retoque. Se sacaba los guantes, cogía por el astillado mango la pala y golpeaba la tierra ya horadada mientras sangraba. Yo le imitaba. Cada estocada contra la dura tierra me causaba un golpe seco sobre los hombros que descendía por la espalda y se ramificaba por cada vértebra. "Este será el hogar de un alma hasta que el Señor venga a rescatarla." Yo nunca había pensado en la muerte. Mis sufrimientos se reducían a frustrados amores, a compromisos desligados, a sueños caídos, pero nunca a la muerte. "La muerte es el perro que te persigue. Te cogerá. Y te morderá. Y cuando te muerda, no te soltará. Tenlo muy claro, muchacho."

Pedro era un filósofo fatalista que acusaba un malsano pesimismo, pero combatía sus lúgubres pensamientos con una fe que arañaba a Dios con protestas. "La fe no es esperar ciegamente" solía decir " sino que es insultar a Dios con ofensas para acelerar su descenso a la carne. No vendrá si no le llamas. Suplicarle por lo que no necesitas no es una manera de llamarle. Suplicarle por tus caprichos no es una manera de llamarle. No te concede lo que quieres. Grítale por una casa nueva y no tendrás una casa nueva. Pero ahora bien, grítale ofendiéndole que bajará a darte unas bofetadas. Ésa es la fe. Ésa es mi fe." A mí me admiraba que se auto flagelara por la muerte de otros. El hoyo que cavábamos era como si fuera su propia herida, como si contuviera cada muerte en la tierra de su piel, como si se desangrara abriendo la tierra. "Toda muerte es algo personal. No puedo dejar de escuchar los melancólicos sollozos... a las viudas, a los hijos sin padre, a las furcias amantes que vienen a llorar con quien adulteraron cuando nadie las ve, la enlutada comitiva que caminan con lágrimas de fuego, no puedo dejar de escucharles... no puedo dejar de escuchar el aletear de las ramas de estos cipreses que alargan su sombra sobre las voces que ya no hablan. Todo es personal. Cada muerte. Cada hombre. Su sepultura es su última morada y yo soy parte de su muerte. Antes de que su carne se deshaga en harapos putrefactos, yo les habré obsequiado con su última arquitectura. Cuando derramo las piedras sobre ellos, sé que les golpea el polvo del olvido. Los que los lloran consolarán su llanto, algún día, más tarde, siempre ... las heridas restañan. La sal de la distancia... pero yo veo cada día cada lápida y sé que ahí a su lado lloró su viuda y yo soy quien mantengo su muerte viva. Te aseguro, muchacho, que después de tres años, nadie regresa a las tumbas de los que se quedaron atrás." Pedro me enseñó cuanto supo, de su abnegación, del ritual de sus sacrificios, del sufrimiento irritante de ver a las almas morir, y yo escuché como un niño a quien le pintan con tizas los últimos resplandores de la noche cuando la crema de malva corona los cielos y amorata la dulzura de la luz. Poco a poco los pesados posos oscurecen la cazuela del cielo. Me hice ducho en los crepúsculos. Mi sabiduría era subterránea. No sólo me curtí a través de la filtrada experiencia de Pedro, sino que vi desfilando en los románticos crespúsculos que se derramaban sobre las montañas las hordas de taciturnas viudas, de niños desvalidos, de familiares desahuciados que se desgarraban el alma mientras sollozaban moribundos y renqueantes acompañando a las almas a las que les dedicaban su último adiós. Inevitablemente la zarpa de la noche se llevó a Pedro. No era habitual de las clínicas. No frecuentaba las farmacias. La vida se vive sufriendo, chaval, me decía. No quiero anestésicos para el dolor. Quiero vivir el dolor. Es una parte de la vida. Pero desconociendo el cáncer que le roía por dentro, no impidió que éste se expandiera hasta acabar fulminándole. Su muerte fue penosa. Sufrió hasta el último aliento. Era una persona excepcional. Pedro era una persona auténtica. Yo ahora escribo su panegírico, un epitafio desolador que sólo tiene como herencia un eco enmudecido que reverbera inaudible, porque todos por los que derramó sangre de sus manos están ahora bajo la tierra, sepultados entre una arena estéril y una pesada losa que oprime sus corazones derretidos. He empezado con mi historia porque es la única forma de explicar el triunfo de Pedro. Yo era un hombre vacío de misterios. Ahora, tras conocer a Pedro, el ánfora de mis huesos rebosa virtudes. Y ahora que él no está, sé que debo coger el testigo de sus palabras. La sangre de mis manos se convertirá en un manantial que riegue el último hogar que su alma more, por los siglos de los siglos...

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⏰ Última actualización: Jul 26, 2016 ⏰

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