Fue comprado el 15 de marzo del año 2000, en cuatrocientos ochenta mil pesos, pagaderos en doce no cheques que Miguel llenó con impaciencia, como si obedeciera a un impulso y no a una decisión responsable. Trató de acomodar las cajas en el maletero de un taxi, pero no había espacio suficiente, por lo que hubo que usar las pitillas y hasta un aparatoso pulpo para asegurar la carga. Vivía en el centro de santiago, a diez cuadras de la multitienda, en un departamento oscuro y estrecho de dos ambientes. Arrinconó como pudo la pesada torre debajo de la mesa del comedor y tendió los cables de forma más o menos armónica. Desde entonces el teclado, el monitor, el mouse y los parlantes compartieron mesa con peligrosas tazas de café y ceniceros vaciados sólo de tarde en tarde.
Al comienzo Miguel ocupaba únicamente el procesador de texto y la verdad es que no demasiado: ni si quiera llenaba los renglones, pues escribía breves líneas a las cuales llamaba versos libres. Los versos libres crecían de dos en dos, aunque era frecuente que Miguel los borrara y comenzara de nuevo. Se valía, simultáneamente, de un cuaderno y de una pluma que al primer descuido regó de tinta el sector inferior derecho del teclado. Además de esa mancha, el teclado debió soportar una persistente lluvia de cenizas. Miguel casi nunca alcanzaba el plato que usaba para fumar, y fumaba mucho mientras escribía, o más bien escribía poco mientras fumaba mucho, pues su velocidad como fumador era notablemente mayor que su velocidad como escritor. Años más tarde la acumulación de mugre causaría la pérdida de la bocal A y de la consonante T, lo que naturalmente condujo, tras varios días de caos, al remplazo del teclado. Pero eso sucedió después, y a lo mejor será respetar, de ahora en adelante, la secuencia de los hechos.
La llegada del invierno aumentó considerablemente el uso del computador. Incluso a veces, a falta de una estufa, Miguel evadía el frío acariciando, de rodillas, la torre, cuyo leve rugido muy pronto constituyó un sonido hogareño, que tendía a encontrarse y a confundirse con la ronquera del refrigerador y con las voces y bocinas que llegaban desde afuera. Miguel ya no usaba solamente el procesador de texto: con torpeza y constancia había descubierto programas muy sencillos que permitían resultados para él asombrosos, como la grabación de voces -mediante un escuálido micrófono que, en un comienzo, había desentendido- o a la programación de rebuscadas sesiones de música. Seguía, en todo caso, con las líneas a medias de sus poemas, que nunca imprimía, tal vez por que nunca los consideraba terminados.
Las pocas mujeres que durante esos meses visitaron el departamento se iban antes del amanecer, sin siquiera ducharse o tomar desayuno y en general no regresaban. Pero de pronto hubo una que sí se quedó a dormir y luego también a desayunar. Llamemosla Catalina. Una mañana al salir de la ducha, Catalina se detuvo ante la pantalla apagada, buscando arrugas incipientes u otras marcas o manchas esquivas. Era bella, sin duda: la cara morena, los labios ni delgados ni muy gruesos, el cuello fino, los ojos verdes y oscuros. El pelo le llegaba hasta los hombros mojados: las puntas parecían numerosos alfileres clavados en los huesos. Su cuerpo cabía dos o tres veces en una toalla inmensa que ella misma había llevado a casa de Miguel. Semanas más tarde Catalina llevó también un espejo para el baño, pero igualmente conservó la costumbre de mirarse en la pantalla, a pesar de lo difícil que era encontrar, el reflejo, información suficiente.
Después de tirar toda la mañana, Miguel solía quedarse dormido. A Catalina le costaba dormir con luz de día, de manera que iba al computador y jugaba veloces solitarios cautelosos buscaminas o partidas de ajedrez en nivel intermedio. Ya casi al anochecer él despertaba y se quedaba a su lado, aconsejando la jugada siguiente o simplemente acariciando el pelo y la espalda de la jugadora desnuda. Con la mano derecha Catalina atenazaba, pero dejaba caer una sonrisa que autorizaba, que pedía más caricias, tal vez jugaba mejor cuando él la acompañaba. Al terminar la partida se sentaba encima de Miguel para empezar un polvo lento y largo. Las extrañas luces del protector de pantalla dibujaban líneas inconstantes en los hombros, en la espalda, en las nalgas y en los casi perfectos muslos de catalina.