Capítulo 40

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Tomaron un taxi que, tal como había temido él, tardó más de cuarenta minutos en llevarlos a su destino. Por suerte, y gracias a su previsión, llegaron a tiempo, y vieron que John y Hannah ya estaban dentro, esperándolos. La cena fue fantástica, parecía como si hubieran sido amigos toda la vida y se pasaron la noche contándose aventuras de su juventud, todos excepto Micaela, que seguía manteniendo las distancias. Aun así, explicó un par de anécdotas sin importancia sobre ella y su hermana Lara. Más tarde, la conversación se puso más seria y John se interesó por la situación laboral de Gonzalo.

—¿Has podido hablar con tu jefe? —le preguntó a éste.

—No, aún no. Le surgió un viaje imprevisto y tuvo que ausentarse de la oficina. Lo haré mañana.

—¿Vas a tener problemas? —se interesó Micaela.

—Quizá. Pero no te preocupes. —Le agarró la mano—. Seguro que, llegado el caso, saldré adelante.

Ella le sonrió, y Gonzalo se dio cuenta de que se moría de ganas de presentársela a sus padres y hermanos. Estaba impaciente por que conociera a Nicolas y al impresentable de Matías, que había acabado convirtiéndose también en un gran amigo. Le apretó la mano y luego se la soltó para que pudiera tomarse el café que acababan de servirles.

Tras ese momento más serio, la conversación regresó a temas más divertidos y Hannah le contó a Micaela, aunque los chicos también podían oírlo, lo nervioso que estaba John por lo de la boda y lo mucho que se liaba cada vez que ensayaban el vals.

—No es culpa mía haber nacido con dos pies derechos —se defendió él—. Ademas, tú tampoco eres una bailarina profesional, mi vida.

Los cuatro se rieron y pidieron la cuenta. Al despedirse, John le recordó a Micaela que su abuelo estaba impaciente por probar su pastel de chocolate y ella le prometió tratar de organizar algo para la semana siguiente, la última que Gonzalo iba a estar allí.

De regreso en el taxi, Micaela, que estaba mucho más habladora que de costumbre, le contó con todo lujo de detalles la cena del día anterior con sus compañeros de clase. Llegaron al departamento y ella esperó de pie en el portal a que él le pagara al conductor.

—¿Queres subir? —le preguntó antes de que Gonzalo se diera media vuelta.

—¿Queres que suba?

—¿Por qué siempre respondes con una pregunta? —atacó ella mirándolo a los ojos.

—¿Por qué nunca me decís directamente lo que queres? —contraatacó él.

—Si no quisiera no te lo habría preguntado, señor quisquilloso — dijo Micaela ofendida.

—¿Qué ha pasado con el «señor soy el amo del mundo»? Me gustaba más ese apodo —dijo él con una sonrisa a la vez que se le acercaba.

—Que ahora te conozco mejor —sonrió ella antes de darle un beso.

Gonzalo respondió ansioso, la verdad era que se había pasado toda la cena muriéndose de ganas de besarla Y darse cuenta de que a Micaela le había pasado lo mismo lo llenó de felicidad y lo excitó muchísimo. Separó más los labios para poder besarla mejor y dio unos pasos para esconderla en el portal. Deslizó las manos por su espalda y la sujetó por las nalgas.

—¿Subes o no? —preguntó ella apartándose.

—Subo —claudicó él besándola de nuevo.

Micaela se soltó para buscar la llave y se dio media vuelta para abrir la puerta. Gonzalo la abrazó por detrás.

—Si subo esta noche —le susurró al oído—, también querré subir mañana. —Le dio un beso en el cuello—. Y al día siguiente.

Ella se estremeció y giró el picaporte. 

Entraron en el piso y él volvió a besarla, pero a diferencia del fin de semana, no trató de desnudarla ni de acariciarla de ningún modo. Sólo la besó. Le tomó la cara entre las manos y la besó como nunca antes había besado a nadie. Con amor. Le recorrió los labios con los suyos, la saboreó para no olvidar jamás su calor y, despacio, la soltó. Micaela lo miró con los ojos vidriosos y vio que él entrelazaba los dedos con los suyos y tiraba de ella hacia la habitación.

Quería hacer el amor en la cama, para así poder besarla como hacia días que se moría por hacer y, lo más importante, para poder abrazarla y dormirse con ella entre sus brazos.

Entró en la habitación y vio que aquella horrible cama plegable ocupaba ya la mayor parte del espacio. Colocó a Micaela delante del colchón y volvió a besarla, pero esta vez le deslizó por el hombro la tira del vestido que llevaba. Ella se quedó quieta, como si no supiera qué hacer, y él siguió adelante. Lentamente, desabrochó los botones que tenía a la espalda, tiró hacia abajo la prenda y la desnudó. Era preciosa. Ya lo sabía. Conocía cada rincón de aquel cuerpo, pero verla allí, de pie, a media luz, lo dejó sin habla.

Micaela levantó las manos y, con dedos temblorosos, le desabrochó también la camisa. Gonzalo se alegró de que lo hiciera, necesitaba sentir su piel contra la de ella. Los pantalones siguieron el mismo camino y él se apartó un segundo para hacerlos a un lado. Él con la misma delicadeza de antes, le quitó el corpiño y, despacio, la tumbó en la cama. Inclinó la cabeza y buscó sus labios. Tras ese beso, que le puso la piel de gallina pues ella lo sujetó por la nuca y le mordió levemente el labio inferior para luego recorrerle la piel con la lengua, Gonzalo decidió hacer realidad una de sus fantasías y la devoró a besos. Abandonando sus labios, inició el descenso sin dejar ni un centímetro de piel sin besar.

—Bésame. -dijo Micaela que ya no aguantaba más.

Gonzalo no tardó ni un segundo en hacer lo que le pedía, y le dio otro beso junto con un pedazo de su corazón. Micaela levantó las caderas sin darse cuenta y él aprovechó para desnudarla del todo.

Llevaba días obsesionado con su sabor, y ahora que lo tenía entre los labios supo que estaba perdido. Jamas lo olvidaría y jamás querría conocer ningún otro sabor. La recorrió con la lengua.

—Gonza —suspiró.

«Bueno —pensó Gonzalo—, ya sé qué tengo que hacer para que me llame así.»

Siguió lamiéndola, amándola de aquel modo tan intimo hasta que sintió cómo se estremecía y empezaba a ondularse de placer. Quería absorber cada detalle, cada movimiento, saber que él le daba placer era el afrodisíaco más grande que había conocido jamás. La abrazó hasta que ella volvió a abrir los ojos. Lo miró y, sin decirle nada, lo besó. Micaela volvió a apartarse y él aprovechó para quitarse los boxers. 

—Espera un momento. -dijo Micaela

Gonzalo se detuvo y levantó la vista para poder mirarla a los ojos.

—¿Que pasa? 

—¿Te acuerdas del helado de fresa? —le preguntó, acariciándole la espalda.

—Claro. —Enarcó una ceja a modo de pregunta—. ¿Por qué?

—Tengo una idea. —Y sin decirle nada salió hacia la cocina—. No te muevas —gritó a su espalda.

Minutos más tarde, que a Gonzalo le parecieron horas, reapareció con una taza.

—¿Y te acuerdas de que te dije que creía que el chocolate era mejor que el sexo?

—Me acuerdo. —Se estaba excitando sólo de pensar en lo que ella iba a decirle.

—Túmbese, señor Gonzalo.

A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora