Capítulo 41

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Él obedeció sin rechistar.

—Esta taza contiene varias cucharadas del mejor chocolate del mundo —le contó, recorriéndole el torso con un dedo—. Lo he fundido. —Se arrodilló junto a él—. Y creo que sólo hay un modo de saber si me gustas más tú que el chocolate.

—Micaela —susurró él.

Oírlo pronunciar así su nombre le puso la piel de gallina, y la animó a seguir adelante con su plan. Ella nunca había hecho nada parecido, jamas había seducido a un hombre como a él. Hundió la cuchara en la taza y derramó el chocolate fundido encima del torso de Gonzalo.

—Dios, Micaela.

Despacio, ella dejó la taza a un lado y se inclinó para saborear el postre que tenía enfrente. Apretó los labios justo por encima del cacao, y, con la lengua, recogió todas y cada una de las gotas que iba encontrando a su paso. Podía sentir cómo los músculos de Gonzalo se estremecían bajo sus labios.

  —Micaela, cariño —dijo con voz entrecortada.    

Él nunca la llamaba «cariño», y Micaela sabía que lo hacía para que estuviera más cómoda. Y supo, sin ninguna duda, que jamás volvería a encontrar a un hombre como él. En ese instante quiso decirle lo mucho que significaba para ella, quiso pedirle que tuviera paciencia, pero no fue capaz, y optó por demostrárselo besándolo como jamás había besado a ningún otro hombre. Le dibujó el ombligo con la lengua, lamiendo el chocolate despacio, con caricias muy lentas, torturándolo con los dientes. 

—Micaela —Parecía incapaz de decir otra cosa.

Él la detuvo, le temblaban las manos, y, tras respirar hondo, dijo con voz entrecortada: 

—Así no. —Se lamió el labio inferior—. Quiero hacer el amor.

Ella le dio un último beso, que consiguió hacerlo estremecer de los pies a la cabeza.

—Basta —insistió Gonzalo—. No puedo más.

Micaela se tumbó a su lado y la miró.

—Mica —tragó saliva—, mi amor. —Se incorporó un poco y la besó. Con ese beso trató de decirle lo que no conseguía formular con palabras. Colocó las manos a ambos lados de la cabeza de ella y se colocó entre sus piernas. Micaela le acariciaba la espalda, recorriéndole los músculos con los dedos, sin dejar de besarlo con una pasión incluso más incendiaria que antes. De repente, él se apartó—. Decime que tenes preservativos —suplicó, apoyando la frente contra la de ella. El domingo habían utilizado el último y Gonzalo había estado tan absorto en sus cosas que no se había acordado de comprar.

Micaela abrió los ojos y respondió:

—No —Al ver la cara de dolor de él, le acaricio el pelo y dijo—: Pero no son necesarios.

Gonzalo, que estaba apretando los dientes para obligarse a retroceder, creyó estar alucinando:

—¿Qué dijiste? 

—Que no son necesarios. Hace tiempo que tomo la pastilla, me la receto el médico para regular la menstruación —Omitió el detalle de que el médico en cuestión era su tía—. Y yo solo he estado con dos hombres antes que tú, y siempre me cuide.

Al escuchar tal confesión totalmente innecesaria, sin poderlo evitar, Gonzalo la besó otra vez. 

—Yo nunca he hecho el amor con una mujer, aparte de vos —dijo él mirándola a los ojos. 

—Querrás decir que nunca has hecho el amor sin preservativo —lo corrigió ella.

—Eso también.

 La beso antes de que pudiera decir nada más y le acarició la cara. Micaela respondió con el ardor de siempre y con una pierna le rodeó el muslo. Gonzalo se estremeció y, ansioso por estar aún más cerca de la rubia, se deslizó hacia su interior. Tuvo que apretar la mandíbula para no tener un orgasmo allí mismo. Los músculos femeninos lo envolvieron y creyó morir de placer. No sabía si era sólo por estar piel contra piel o porque ya se había enamorado completamente de ella, pero estar así, en su interior, era la sensación mas maravillosa del mundo. Empezó a moverse despacio, quería saborear cada momento, cada segundo, y sabía que si lo hacía más rápido no duraría nada.

—Gon —susurró Micaela buscando sus labios para besarlo.

Se quedaron así, besándose y moviéndose despacio, aprendiendo ambos lo que era entregarse a otra persona. Pronto Gonzalo fue incapaz de controlar el deseo que le hacia arder la sangre se rindió. Se dejo conquistar por el placer y arrastró a Micaela hacia un orgasmo indescriptible.

Estaban abrazados, los dos con los ojos cerrados, y ella le acariciaba el pelo. Gonzalo sabía que tenía que moverse, seguro que la estaba aplastando, pero no podía. No queria alejarse. Se quedo quieto unos minutos más, pero el caballero que había en él lo obligó a levantarse. Una vez que se incorporo un poco, se apartó y se tumbó a su lado para volver a abrazarla. Ella no dijo nada, pero se acurrucó contra él. Gonzalo quería decirle muchas cosas, las palabras «te quiero» habían estado a punto de salir de sus labios entre cada beso que le daba. Bajó un poco la vista y vio que se había quedado dormida. Sonrió. Se lo diría al día siguiente. Cerró los ojos y se durmió. Lo último que pensó fue que empezaban a gustarle mucho las camas plegables. 



A fuego lento <<adaptada>>Donde viven las historias. Descúbrelo ahora