Prólogo

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Prólogo

Uno se arma de tantas barreras, impone una y mil trampas y muros para que nada ni nadie pueda llegar a herirlo. Defensas impenetrables, claramente. ¿Cómo iba a poder alguien descubrir la forma de romperlas, de atravesarlas o de si quiera saber que existen? La coraza indestructible de almas vulnerables, almas que ya no quieren volver a sentir.

Sin embargo, ahí está siempre el enemigo natural: la Fibra. La insufrible Fibra que lo destruye todo, que se pasea entre los muros como si nada, la que conoce sus debilidades a cabalidad, sabe que no sirven al final. Cuando tocan La Fibra, que en cada quien es distinta y muy difícil de localizar, todos los muros, corazas, trampas y fortalezas que con tanto esmero se construyeron se derrumban sin más, tan simple como la brisa soplando sobre el más frágil castillo de naipes.

Y así, simplemente, el alma vulnerable vuelve a sentir, primero fragilidad, temor. Se desmorona a pedazos de sólo pensar que está expuesta, casi desnuda. Así que sólo hay dos opciones: o correr lo más rápido posible, huir de la amenaza que representan los Sentimientos o ahuyentarlos. Bajo ninguna circunstancia considerar que Los Malditos vuelvan a hacer de las suyas, en especial uno de ellos que pareciera regodearse con la idea de descubrirse tan cerca de su víctima. Por alguna perversa intención de la vida, es el Dolor el que ataca más fuerte, el más testarudo, el que más insiste en quedarse y casi encariñarse con el alma. Para peor, el Dolor viene con amigos. Y todo por la maldita y traidora Fibra que no es capaz de desaparecer.

Las corazas ya no sirven, el alma expuesta demanda una rápida respuesta a su pregunta: ¿Corro o ahuyento?... ¿ Y cómo diablos iba uno a saberlo?

La exposición del alma es lo más difícil de soportar para aquellos que han sufrido. La vulnerabilidad nunca la mostrarán tras sus cientos de muros y casi siempre serán tildados de insensibles, duros y fuertes, de personas que ante nada caen, siempre impasibles ante los embates de la vida. ¿Pero qué saben los demás? ¿Por qué siempre tienen que juzgar? ¿No podrían simplemente callarse y no molestar?

Es así, las almas sensibles y heridas, por más que quieran, nunca dejarán de sentir. Sólo falta que llegue una, pura y honesta, que toque la Fibra para reanimarla, recordarle que vive... y que no está mal.

Aún así él la odió. La odió por quererlo. La odió por recordarle que aún estaba vivo. Y se odió a sí mismo por no haber muerto.

Ella y sus estúpidos amigos con sus estúpidas ideas. Pudieron simplemente haberlo dejado morir allí como tenía que ser; y para colmo el insoportable de Potter hizo gala de su bondad sosteniéndolo cuando creía verlo morir ante sus ojos. Granger hacía lo posible por curar sus heridas con todos los incontables hechizos que podía recordar, no era capaz de entender por qué estaba tan compungida ni por qué buscaba salvar su vida con tanta urgencia (sus ojos), y Weasley tan sólo observaba pasmado. Hasta que oyó un canto lejano, un simple susurro en el aire que pareció aligerarles la vida en tan penosas circunstancias. Y es que aunque el antiguo director de Hogwarts ya no se encontraba entre ellos, prevalecería por siempre su lema: "Hogwarts siempre estará ahí...". Una majestuosa ave de plumaje incandescente como el fuego se acercaba a ellos con suma rapidez. Él ya le había dado sus últimos recuerdos al muchacho, ya había cumplido su misión y ya no cargaría nunca más con el doloroso recuerdo de Lily. El ave se posó suavemente a su lado cuando ya había perdido la conciencia.

Ahora los tontos chiquillos, además de haberle salvado la vida, conocían lo que él nunca quiso revelar al mundo. Frente a ellos no existían corazas ni trampas, ya lo sabían todo. Aún así, lo que más lo sacaba de quicio era que hicieran como si no se dieran cuenta. Claramente lo miraban distinto, como nunca antes, lo miraban con admiración y gratitud y casi podría decirse que con orgullo, pero sólo la chica lo hacía de otra forma, aunque no estaba seguro si lo imaginaba, ya que en su cuenta sólo dos seres humanos lo habían mirado de esa manera en toda su vida, para su desgracia los dos se hallaban muertos y, peor aún, a uno le tuvo que quitar la vida él mismo. Cuánto lo había destrozado. ¿Pero por qué demonios la mirada de esa mocosa impertinente se le calaba en los huesos? Sabía que todos quienes lo juzgaron agacharon sus cabezas en arrepentimiento, a pesar de todo todavía le temían y él quería que siguiera siendo así, era la única forma de soportarlo. El temor que profesaba en los demás eran las únicas armas que le quedaban para proteger sus mermadas defensas.

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