CAPITULO 2: EL MENSAJERO DE LA MUERTE

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EL MENSAJERO DE LA MUERTE

Pelambre:

Dos meses después, recorriendo los pasos de doña Catalina, llego a Pereira. Voy a la que fue su casa, inconfundible por ser la menos arreglada de todas, y toco a su puerta. Aparece Albeiro, el novio de la mamá, el huevón que una vez casi hago matar de don Marcial, y noto que el pendejo me saluda con pereza. Como queriéndome vengar por su frialdad le cuento sin ambages lo sucedido a mi señora Catalina:

—Viejo man, tranquilo que no vengo a pedirle limosna. Solo vine a contarle que Catalina, la hija de su esposa, se murió.

El pobre se lleva las manos al estómago con un gesto de dolor similar al que ponen las madres cuando lo paren a uno. Primero no lo cree, segundo lo cree imposible y, por último me dice que necesita gritar. Entonces entra a su casa a pasos largos y apenas cruza la puerta. La cierra y de inmediato escucho un grito, que más parece un bramido de toro recién estocado. Es tan desgarrador su lamento, que traspasa las paredes de su casa y se me mete en los ojos haciéndolos sangrar de nuevo.

No me quedo a observar su reacción porque se me revuelven los recuerdos, pero lo espero porque me dice que tiene que ir hasta el cementerio a darle la noticia a su mujer. Me siento en el antejardín a aguardarlo mientras escucho sus gritos y lamentos avergonzados. Lo veo salir al rato, sin un aliento, movido por la inercia, completamente destrozado, y lo acompaño a entregar la terrible noticia a su mujer.

La madre de doña Catalina, pobrecita. Con siete meses de embarazo encima, ignora el tsunami que se está gestando en el mar de sus desaciertos. Está poniendo flores en la tumba de Bayron, su otro hijo asesinado hace poco, cuando advierte, a lo lejos, nuestra inexplicable presencia. Yo espero a prudente distancia pues presiento que la reacción de la señora me terminará de lastimar el alma. Cuando ve a Albeiro, su esposo desde el año pasado, se queda mirándolo con una sonrisa amorosa. Pero su rostro se transforma en incertidumbre cuando lo nota venir con el corazón en la garganta, y en terror cuando lo observa caminar con el andar que adoptan los cobardes cuando no quieren arrimar a su destino. Sin arresto alguno. el pobre se acerca a ella, pálido, con la mirada perdida, y solo tiene que pronunciar dos nombres para explicar toda la tragedia.

— ¡ Hilda... Catalina!

Luego se lanza al prado sin poder contener más su hipócrita levedad y empieza a dar alaridos de culpa que desgarran el corazón a los vivos y el alma a los muertos que, a esa hora, al caer el sol, comparten penas en el cementerio.

Deshilachada por dentro, doña Hilda siente que el cielo oscurece y que un enjambre de nubarrones negros descienden hasta aplastarla. Siente rabia, siente impotencia y luego culpa, al hacer consciente el hecho de perder a un segundo hijo en menos de un año y a causa del mismo síndrome: el de la madre que no oye, no ve y no habla a tiempo, cuando sus hijos empiezan a torcer el camino.

Inmersa en su dolor, la doña se aferra a las flores que lleva en sus manos y, de un momento a otro, cuando asume la realidad, se echa a correr como un globo al que se le abre la válvula del aire y empieza a gritar:

—Dos hijos no, señor. Dos hijos... No. Ya te me llevaste a Bayron, a Catalina no. A Catalina no. Dos hijos no, señor. Dos hijos no, señor, no seas tan desgraciado, señor.

Mientras el mundo enloquece ante sus ojos. La madre de mi señora Catalina siente ganas de lanzarse dentro de una fosa que a la distancia observa vacía, y lo hace. Cuando se ve aprisionada entre esas cuatro paredes de tierra, gobernada por gusanos, empieza a golpearse la barriga con la violencia suficiente para matar al niño que lleva en su vientre.

—Si ya me mataste a dos, llévate a este también, cobarde. Cobarde, llévatelos a todos. Agarra a los tres, desgraciado, —grita mirando al cielo.

Sin Senos Sí Hay ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora