Abrí los ojos y noté a lo lejos un halo de luz dorada. Estaba por encima de mi cabeza, a miles de metros arriba. Su pequeña luminiscencia me daba calma, era reconfortante observarla. Pero se movía de manera extraña, en cierto modo diluida, irregular. Entonces comprendí que lo que movía la luz eran las olas de la superficie y que yo estaba ahogándome. Entré en completo pánico. Comencé a bracear y patear desesperadamente para subir, pero no parecía moverme.
El pecho se me cerraba. Luché por mantener el oxígeno que se me escapaba en cada intento de llegar más arriba. No había nadie a quien pedirle ayuda. Ni un bote. Ni una sola persona en todo el vasto océano. Estaba solo. Finalmente mis piernas se acalambraron y supe que no volvería a ver al sol que me esperaba fuera del agua. Dejé de pelear, relajé mis músculos y me dejé llevar por el impulso conseguido. La corriente se encargaría de mí y solo mi cuerpo inerte volvería a disfrutar la brisa. Miré por última vez el la infinidad azul y solitaria del océano a mi alrededor y cerré los ojos, para descansar.
Pero algo se movió a mi alrededor. Un par de manos enormes entraron en el agua y comenzaron a moverla, a crear corrientes salvajes que me arrastraron y golpearon, que me atrapaban y soltaban, que me manejaban enteramente. Uno de los manotazos me escupió a la superficie y entonces, apareciste.
El sol golpeaba mi cara y yo no podía respirar. Lo primero que vi fueron tus brazos, que me tenían amarrado por debajo de los hombros y me arrastraban a la playa. Al fin llegamos a la orilla y me tiraste de espaldas en la arena. Sentía el agua en mi interior, tomando mi cuerpo y ahogándolo todo a su paso, asesinándome lentamente. Mi garganta estaba quemándome y los ojos me lloraban. ¿Por qué? Ya estaba en paz con el azul del océano, ¿por qué me sacaste? A través del velo de lágrimas y furia vi que te subías encima de mí. Me observaste, con el sol a tu espalda y una expresión que no podría describir más que como hielo. No delatabas nada, solo me mirabas. Y yo seguía sin respirar. El agua era ácido en mi cuerpo.
Me besaste.
Me tomó de sorpresa, pero me calmó. Despejaste mi mente, aclaraste el panorama. Te devolví el beso y te tomé de la cintura. Levanté el torso para sentirte cerca de mí. Podía recordar tu cuerpo, aún cuando había nacido del océano hace unos instantes. Pasaste una mano por mi pelo saturado de salitre y mi corazón se aceleró. Te acerqué aun más, presionando mi pecho contra el tuyo, en una cegadora pasión. Llevaste tus manos hasta mis mejillas y me mordiste tiernamente el labio. Recordé cuando lo hiciste por primera vez y quise sonreír al recuerdo, pero me mordiste una vez más y esta vez demasiado fuerte. Intenté alejarme pero me apresaste el rostro y me diste una última dentellada. El dolor repentino y la sorpresa me hicieron retroceder al instante, y sentí desprenderse una pequeña porción de mis labios. Apreté los dientes y el inconfundible gusto metálico de la sangre me inundó la boca.
Te busqué pero ya no estabas. No encima de mí, no en el océano. No estabas. Te desvaneciste. Y todo lo que habías hecho desaparecer volvió a flote. El agua me quemó la garganta e hizo tensar mi cuello en una contracción de dolor que me dejó de cara a la arena. Subió hasta mi pecho y me forzó a dejarla salir en un flujo demasiado fuerte que no me daba descanso. No pude respirar por eternos minutos mientras mi cuerpo eliminaba lo que se había llevado del océano. Una vez terminado, respiré, aliviado y agotado por el esfuerzo de mis pulmones y desfallecí.
Desperté con una luz cegándome. Pensé que era el Sol, pero luego aparecieron unos lentes detrás de ella. Y detrás de los lentes, tus ojos, estudiando los míos. Aún luego de lo que me hiciste pasar, quedé hipnotizado en tu mirada. Frunciste el ceño como siempre que algo te molesta y comenzaste a anotar cosas en tu ficha médica. Sólo entonces noté que estaba en una camilla y que estaba atado a ella. Intenté liberarme pero el firme tirón del cuero me lo negó. Las paredes, el piso, las luces, tu bata, todo era increíblemente blanco, absolutamente impoluto. Volví a mirarte y me sorprendí al encontrarte mirándome a mí. Ya no estabas anotando, pero otra vez tenías esa frialdad en los ojos, esa distancia tan extraña en tu rostro que me causaba dolor. Furia.
Te grité. Aullé sería más adecuado. Las palabras salían de mi boca a borbotones y no eran del todo bonitas. Te incriminaba el pasado, celos olvidados, cosas que creía haber dejado atrás pero que seguían quemando mi alma. Y más que nada te recriminaba esa expresión infinita que no decía absolutamente nada. Estaba realmente fuera de control, con lo puños apretados conteniendo un instinto asesino fatal. Vociferando, corté una de las tiras que me apresaban e intenté alcanzarte. Pero adonde había ido mi mano, ya no estabas. Una premonición me heló la sangre. Aterrado, giré en mi mismo y comprobé lo que temía: estabas ahí, mirándome espectral e inamoviblemente.
Toda mi furia, todo ese enojo se desvaneció y un escalofrió me recorrió el cuerpo entero. Dejé de hablar. O de moverme. O de respirar. Me quedé contemplándote, esperando que hagas otro movimiento. Diste un paso hacia mí y el sonido de tus tacos hizo eco en la blancura de la sala. Otro paso más. Comencé a sudar, hundiéndome más en la camilla. Te pusiste cara a cara conmigo, escrutando en mis ojos algo que yo no puedo imaginar. Tal vez mi alma detrás de ellos. Una vez más, frunciste el ceño y te alejaste. Pero no anotaste nada. Sólo estabas ahí, mirándome.
Un sonido proveniente del pasillo me llamó la atención. Tac tac tac. Eran coordinados, y eran muchos. Tac tac tac. Acudí a vos en busca de ayuda, pero seguías inexpugnable. Y se acercaban. Tac tac tac. Intenté arrancar las ligaduras de mis pies y de mi brazo izquierdo, pero fue inútil. Estaban en mi puerta.
Un torrente de ilusiones entró por la puerta doble de la habitación con su banda sonora coordinada y espeluznante de tacos aguja golpeando el suelo. Habían dos, cuatro, ocho, dieciséis vos. Se abrían e iban formando un círculo de rostros sombríos alrededor mío, encerrándome. Cuando la última al fin entró y cerró la puerta, la circunferencia estaba completa. Y yo estaba completamente encerrado.
Mi respiración se agitó y la sangre se agolpó en mis sienes. Mirase adonde mirase ahí estabas vos. Y estaban tus ojos, esas decenas de ojos que tomaban posesión de mi alma y me hacían sentir tan lejos que creí nunca haberte conocido. Eras alguien aterradoramente nuevo para mí. En un golpe simultáneo, me agarraste, me agarraron y me sujetaron contra la camilla con fuerza. Era presa del miedo y la confusión. Aún lo soy.
Capté un reflejo metálico por el rabillo del ojo. Escuché los tacones detenerse a los pies de la cama y el círculo de hielo se abrió. Otra mirada se sumó al círculo, pero ésta tenía lentes alrededor de ella y una cuchilla en sus manos.
Intenté escapar, pateé con todas mis fuerzas, pero me inmovilizaron al instante. Con la respiración agitada y los ojos entre lágrimas, arqueé la espalda desesperado cuando vi como el resplandor plateado subía en el aire y con un firme movimiento se introducía en mi estómago. El dolor fue... Indescriptible. Sentí el frío de la hoja insertándose en mí e instantáneamente un ardor sobrenatural que me dejó sin aire. Solté un alarido cuando desenterraste el puñal y volviste a hincarlo en el mismo lugar, mi sangre cubriendo las sábanas impolutas. Busqué refugio en cualquiera de tus rostros en busca de compasión, pero el hielo no parecía derretirse ni con sangre. Poco a poco, a medida que la cuchilla subía y bajaba, comencé a no sentirla. A no sentir nada en absoluto, en realidad. Las luces se difuminaban y tu rostro flotaba a mi alrededor. No sentía miedo. No estaba en pánico. Tenía un vago recuerdo del dolor, del fuego quemando mis entrañas, pero no me interesaba recordarlo. En realidad no importaba. Con tus ojos desinteresados en mis retinas, tomé mi último aliento y me sumí en la nada.Abrí los ojos despacio. La luz entrante me lastimaba al reflejarse en el reluciente parquet. Fuera de la silla a la que estaba atado y la ventana por la que entraba la luz del Sol, no había nada en la habitación. Intenté forzar las ataduras pero no hubo caso. Sin embargo, no me lastimaban, parecían estar hechas de seda pero a su vez tan resistentes como el acero. Buscar ayuda por la ventana era en vano, no se veía más que una luz brillante en el exterior. Entonces reconocí el lugar, la silla y el parquet. Y levanté la vista y ahí estabas, en la usual camisa blanca que me robabas. Y te acercaste, con esa mirada felina que a mí tanto me gustaba y que te había funcionado millares de noches antes de ésta. Podía ver el infierno desatado en tus ojos, el fuego que ardía y que deseabas compartir conmigo, esa pasión indiscutible que tomaba riendas de la razón.Normalmente, estaría completamente desesperado por ese fuego, ese ardor que ocultabas dentro tuyo, pero yo no era el mismo. Me habías transformado, desfigurado al punto de no sentir nada cuando me tomaste por la nuca y besaste mi cuello, cuando siguiendo las pautas normales bailabas frente a mí haciéndote desear hasta que cayera de nuevo en ti.Terminaste tu número y, como siempre, me propinaste un apasionado beso antes de desaparecer en la luz. Pero yo no sentía esas ganas irrefrenables de seguirte hacia ella. No enloquecía intentando liberarme de ese tierno aprisionamiento de la seda. No te buscaba. Simplemente me levanté de mi asiento y giré hacia la puerta en mis espaldas, que se había abierto y daba a un océano tan vasto que daría gusto perderse en las infinidades de su azul.