―Eres hermosa ―mi madre estaba sentada en la orilla de mi cama. Llevaba ahí varios minutos, con los dedos entrelazados sobre su regazo, viéndome mientras me arreglaba para mi encuentro con Raúl; feliz porque su hija no pasaría otro fin de semana encerrada en su habitación―. Eres hermosa y te ves fabulosa en ese vestido.
Di una vuelta frente al espejo de cuerpo completo y al conejo de peluche gigante, la falda ondeo como una bandera, pero no dejó ver nada más que un poco más de mis muslos. De cualquier manera opté por ponerme unas licras debajo, para prevenir accidentes. Me encantaba ese vestido. Era color morado oscuro, sin tirantes y con algunos bordados artesanales: flores y mariposas, que se ajustaba apenas unos centímetros por arriba de los pechos. La caída era suave, al igual que la tela; más de una vez Alejandro me dijo que le gustaba que usara esa prenda, porque al tomarme de la cintura sentía casi como si no llevara nada puesto.
―Ese chico quedará fascinado al verte.
―Mamá, acuérdate que Raúl es gay ―entorné los ojos.
―Eso se puede remediar ―murmuró.
―¡Mamá!
Levantó las manos como si la hubiera atrapado en medio de una travesura; sin embargo yo sabía bien que mi madre apreciaba mucho a mi amigo y nunca diría algo así en serio. Raúl había sido mi compañero habitual en las tareas de la Escuela Estatal de Teatro, por lo que durante cuatro años y medio fue a mi casa con relativa frecuencia. Tanto que durante el último curso, él comía, y a veces cenaba, casi cada fin de semana con nosotros... incluso aunque yo no estuviera presente. Mis padres lo consideraban casi como un hijo.
Me dejé el cabello suelto, y sólo agregué un poco de sombra para los ojos. ¿Labial? No. No tenía en quién gastarlo. Me preguntaba a dónde iríamos esa noche. Si por mí fuera, Tiki-taco sería perfecto, ahí podríamos aprovechar el bufet y platicar con comodidad para ponernos al corriente; pero conocía bien a Raúl y sus gustos en ocasiones un tanto extravagantes: seguro tendría en mente algo mucho más intenso que la salsa de mango que tanto me gustaba. Presentía que esa madrugada regresaría exahusta.
―¡Ni creas que vas a salir así! ―anunció mi padre al verme bajar de las escaleras, y se cubrió los ojos con las dos manos―. Ve a tu alcoba y vístete con algo más apropiado... un hábito de monja estaría bien.
Estaba sentado detrás del comedor, con un bonche de papeles esparcidos a lo largo de la mesa. Cada fin de mes, mis padres dedicaban algunas horas a repartir el presupuesto de acuerdo a las deudas y necesidades de la familia. Una costumbre que conservaban desde sus primeros días de matrimonio, cuando mi madre no trabajaba y papá apenas tenía unos meses en la constructora. "Hasta el polvo en esta casa nos ha costado sudor, mi niña", le escuché decir a mi mamá varias veces.
Fui directo hacia ese hombre y lo abracé por la espalda; susurré un "Te quiero, papá" que lo hizo cerrar los ojos y recostar su cabeza hacia atrás. Su barba de tres días raspó mi mejilla. Mamá tomó asiento a un lado de su esposo y nos miró con ternura.
―Te ves hermosa, Anabel ―dijo papá―. Aún más que tu madre cuando tenía tu edad.
De inmediato soltó un quejido y se estremeció ante el pellizco en la pierna con el que mi mamá reaccionó a sus palabras. Fue obvio que lo hizo a propósito.
Tres timbres: un corto, uno largo, otro corto. Raúl anunciaba su llegada. Años y años y su manera de timbrar no había cambiado. Me incorporé despacio y fui directo a la puerta.
―Extrañaba verla sonreír ―murmuró mi papá. Mamá respondió algo que no alcancé a escuchar. Suspiré. Si así se ponían cada vez que tenía una cita, no podía siquiera imaginar cómo reaccionarían el día de mi boda.