Una tenue luz iluminaba la habitación. Todas las paredes estaban rodeadas de palabras escritas en aerosol. Algunas estaban completas, y otras palabras tenían vacíos; les faltaban letras.
Ella terminaba de darle luz a la habitación, con sus ojos de rayos de sol. A veces ella no entendía porque yo la miraba tanto a los ojos. Ella no entendía que su miraba me iluminaba un poco por dentro, y me hacía sentir calor.
Se asomó por la ventana de marco blanco, con un encendedor y un cigarrillo en la mano. Me asomé a su lado, mirando el oscuro cielo de media noche. Las estrellas brillaban para nosotras, desde la lejanía.
Jamás sabré si pasó una estrella fugaz, porque preferí ver sus ojos. Prendió el cigarrillo, y mientras sacaba el humo, le pregunté:
–¿Alguna vez te has enamorado?
No sonrió. Se quedó en silencio unos instantes y dijo:
–Una– Mientras sostenía su mirada en la nada, como suele hacer cuando fuma.
–¿Y cuántas veces más piensas hacerlo?– Pregunté de nuevo.
–Ninguna.
Nos quedamos en silencio, quizá por 5 o 6 caladas más. El silencio a su lado no era incomodo. Era un silencio tibio, como sus rayos. Era un silencio compartido, incluso complice de todos nuestros caprichos. Su cigarrillo se iba acabando cuando yo dije:
–Jamás preguntaste porqué no me gusta fumar.
Otro silencio pasó a calentarnos. Ella dejó de mirar a la nada, cuando su cigarrillo llegó a sus dedos, a punto de desaparecer. Lo botó por la ventana, y con su voz dulce respondió:
–Tú jamás preguntaste porque me gusta fumar.
Y desapareció.
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Sol en invierno
RomanceYa nada importa desde que no estás acá, y con esa van 8 mentiras que te escribo ya.