La dama de Shalott

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Antiguamente, en la época de los caballeros, princesas, brujas y dragones, solían contarse historias de damiselas en apuros que eran rescatadas por un valiente caballero en su corcel blanco; este cuento apareció en aquella época. En las tierras donde reinaban poderos Reyes que poseían mesas redondas, se levantaban muchas islas alrededor; una de ellas, pequeña y sin mucha importancia, era la isla de Shalott. Ahí había una torre, no era especialmente alta ni se encontraba custodiada por un furioso dragón, pero vivía en ella una anciana mujer que era celosa y se dejaba dominar por la avaricia en su corazón.

Tiempo atrás tomó a un recién nacido; su madre murió al traerle al mudo y ella lo había tomado al no encontrar a nadie alrededor de la desgraciada mujer. Cuido de la pequeña como si fuera propia, enseñándole tantas cosas como le permitía su escaso conocimiento. La anciana quería a la niña y está también la quería a ella, porque era la única persona que conocía dentro de aquella solitaria isla. La pequeña cantaba cada vez que se le pedía e incluso sin que se le ordenara; le gustaba cantar y tenía una voz única, comparable sólo con algunas voces del coro destinado a la corte real. Aunque para la mujer era la mejor voz de todas.

Cuando la niña cumplió doce años, la mujer comenzó a temer que se apartara de ella. Tan bonita voz y bien parecida era, que temía que alguien la viera y se la llevaran lejos. Le encerró en una habitación sin puertas ni ventanas, únicamente un pequeño espacio donde le pasaba comida y agua cada día. La anciana le visitaba todos los días para escucharle cantar y ella obedecía, pues continuaba siendo lo que más le gustaba.

La habitación en la que permanecía cautiva era toda de piedra, con techos altos; en el día fresca y en la noche templada. Su cama hecha de brezos era cómoda. No tenía más muebles, sin embargo, en la pared había un agujero muy pequeño que le servía de ventana; desde ahí se observaba un prado verde de hierba muy alta, un lago extenso y más allá un castillo. Por las noches, desde el agujero miraba las estrellas que brillaban tan intensamente como la luna.

"Esta habitación va a ser mi tumba y no hay nadie que pueda salvarme"

Extrañaba estar fuera y jugar con las ranas. No le quedaba más que soportar el dolor de los recuerdos de un viento frío y los rayos del sol acariciando su piel. Podía escuchar atreves del muro como algunas noches las gotas de lluvia chocaban contra la torre, pero ya no podría sentirla.

"¿Cuánto tiempo puedo vivir de esta forma? ¿Hay alguien a quien le pueda pagar para que me deje ir?"

Estaba cansada de las penumbras de su habitación, sombras frías que le arropaban noche y día, pero no confortaban. Está harta del aire húmedo y de la voz que le acompañaba por las tardes a través del muro y le pedía cantar. Su voz no salía más con la misma alegría y sus canciones parecían lamentos.

"Todos pueden ver como baja el sol, entonces ¿Por qué no puedo yo?"

La pequeña que después de tantos años que pasaron ahora era casi una mujer, era alta y muy hermosa, de cabello rojizo y largo a falta de algo con que cortarlo; unos ojos grandes y alegres que se iluminaban cuando la sonrisa aparecía, aunque esta hacía mucho que no brillaba.

Un día mientras miraba el campo que se pintaba de anaranjados por el atardecer, atisbó al otro lado del lago a un hombre en su caballo, muy cerca del castillo. Él era de elegancia tal que no sería capaz de describirla. Su porte varonil y la armadura brillante al sol le hacían destellar como una estrella en el día. Se sintió eclipsada, y por primera vez deseó salir de la torre. Sus muñecas pesaron y sintió la frialdad de las piedras que le aprisionaban. Desde aquel momento tuvo la certeza de que nunca podría estar con su amado, su corazón le dijo que aquel hombre era el amor que le daría vida y muerte.

"Sé que no sabe mi nombre; que todos las mujeres son lo mismo para él, pero aun así tengo que salir de este lugar porque no creo que pueda enfrentar una noche más"

No contó las horas que le tomó arañar las piedras ni las heridas que estas le causaron para no dejarla escapar, pero al fin logró salir de la torre con las manos ensangrentadas, los dedos destrozados y los pies descalzos. Corrió por el campo lo más rápido que le fue posible, sin detenerse porque la hierba tirara de su cabello rojizo. No importaba que su caballero no le correspondiera, ella sólo quería mirarlo nuevamente, un poco más de cerca y no tenía importancia si moría en el intento, moriría igualmente en aquella oscura torre. Continuó con más ánimo su camino. Morir ahí o aquí ¿qué importaba?

Llegó a la orilla del lago donde la tierra se volvía arena y el agua la acariciaba con delicadeza, todo era hermoso y merecía ser contemplado, pero nerviosa como estaba no se dio el tiempo para apreciarlo. El viento de invierno que por la noche era el doble de frío, penetraba hasta sus huesos sin que la delgada tela blanca que llevaba por vestido se lo impidiera. Encontró una pequeña barca atada a una piedra en la orilla y subió comenzando a remar inmediatamente. El agua incluso se escarchaba por el frío ¿Qué podría esperar ella? La sangre se le congelaba en las venas, pero sus manos entumecidas continuaban el movimiento circular de los remos, animada para alcanzar la orilla contraria, sin detenerse ni desanimarse cuando el cansancio y el frío le hicieron ir más lento.

"Encontraré mi muerte, pero con mi último aliento le cantaré que le amo"

El bote se movía lentamente atravesando el lago congelado, cada vez más lento, dibujando ondas en el agua con los remos cuando se sumergían, pero estos pronto dejaron de entrar tan profundo y levantarse, se levantaban rozando el agua esperando que el movimiento y el viento empujara el bote un poco más hasta que finalmente, cuando casi alcanzaba la mitad, dejó de moverse.

"Todos pueden ver como sus sueños se llevan a cabo, entonces ¿Por qué no puedo yo?"

LA DAMA DE SHALOTTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora