primera parte ZAC

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Zac

Ha llegado un novato a la habitación contigua. Desde este lado de la pared puedo oír cómo arrastra los pies, inseguro acerca de dónde detenerse. Oigo a Nina repasar las normas de ingreso con su tono alegre de azafata, como si este «vuelo» fuera a ir como la seda, como si no fuéramos a tener necesidad alguna de tirar de la placa de la salida de emergencia. Relajese y disfrute de nuestro servicio. Nina tiene ese tipo de voz que inspira confianza.

Estará diciendo:
-Este mando es para la cama. ¿Lo ves? Puedes inclinarla por aquí o bien reclinarla con este botón. ¿Lo ves? Pruébalo tú.
Diez meses atrás, fue a mí a quien Nina le explicó estas cosas. Era un martes. Me arrancaron de una clase de matemáticas a segunda hora, y me metieron a toda prisa en un coche con mamá y una pequeña bolsa de viaje. En él trayecto de cinco horas en dirección norte, a Perth, mamá utilizó palabras como «precauciones» y «pruebas rutinarias ». Pero por entonces yo ya lo sabía, claro. Llevaba muchísimo tiempo sintiéndose cansado y enfermo. Sabía qué están acurriendo.

Aún iba vestido con él uniforme cuando Nina me condujo a la habitación número 6, donde me enseñó a utilizar él teléfono interno, él mando de la cama y él del televisor. Con un movimiento rápido de muñeca, me mostró cómo marcar las casillas de la cartulina azul del menú: desayuno, té de media mañana, almuerzo, merienda, cena. Agradecí que mamá prestara atención, porque yo sólo podía pensar en lo mucho que pesaba la mochila del colegio y en la redacción de inglés que debía entregar al día siguiente, para la que ya me habían concedido un día más. Si que recuerdo, sin embargo, la horquilla que Nina llevaba en él pelo. Era una mariquita moteada con seis topos. Qué cosas extrañas hace nuestro cerebro. Todo tu mundo se está derrumbando, y lo único que haces es fijarte en algo inesperado y sin importancia. La mariquita parecía fuera de lugar, pero al menos era algo era algo a lo que agarrarse. Como un trozo de chatarra flotante en medio del océano.

A estas alturas, podría recitar de memoria él discurso de bienvenida de la enfermera.
-Si tienes frío, aquí encontrarás mantas -estará diciendo Nina.
Me preguntó que horquilla llevará hoy en él pelo.
Mamá reacciona con toda indiferencia de que es capaz:
-Bueno, parece que ha llegado uno nuevo...
Se que le encanta tanto como lo odia. Le encanta porque ha llegado alguien a quien saludar y conocer. Lo odia porque uno no debería desearle algo así a nadie.
-¿Cuando fue la ulta vez que llegó uno nuevo? -Mamá empieza a repasar nombres-: Mario, próstata; Sarah, intestino; Prav, vesícula; Carl, colon; Anabelle... ¿Que era lo que tenia Anabelle?.

Todos eran viejecitos de más de setenta años, completamente inmersos en sus tratamientos. Ninguno aportó nada nuevo o emocionante.

Una enfermera pasa como una exhalación delante de la ventana circular de mi puerta. Es Nina. En su pelo me ha parecido ver algo de color amarillo. Tal vez un pollito. Me preguntó si lo habrá comprado en la sección infantil de unos grandes almacenes. En el mundo real, sería un poco raro que una chica de veintiocho años llevará esos animalitos de plástico en él pelo, ¿verdad? Aquí, no obstante, parece que tiene algún sentido.

Mi visión parcial del pasillo de nuestra planta regresa a la normalidad: una pared blanca y dos tercios del cartel «VISITAS, SI TOSEN O ESTÁN RESFRIADOS,  POR FAVOR, MANTÉNGANSE ALEJADOS».

Mamá quita él sonido de la televisión con el mando de distancia y se revuelve en la silla. Con la esperanza de captar pistas auditivas cruciales, mueve la cabeza de modo que su oído bueno quede más cerca de la pared. Al colocarse él cabello detrás de la oreja, veo más canas de las que tenía.
-Mamá...
-Chis. -Se inclina todavía más.

Llegados a este punto, la secuencia habitual es la que sigue: él acompañante del nuevo paciente hace comentarios sobre las vistas, la cama y él tamaño del cuarto de baño. Él paciente se muestra de acuerdo. Luego encienden el televisor, hacen zapping por los únicos seis canales y, finamente, apagan el aparato. Con frecuencia se producen risitas nerviosas cuando encuentran la pila de orinales y bacinillas desechables de color gris: la mayoría se mantiene en la ingenua creencia de que él paciente nunca estará tan débil o desesperado como para tener que utilizarlos.

A continuación, se instala un prolongado silencio, cuando sus miradas ya han recorrido las paredes blancas de la habitación, con sus enchufes, etiquetas rotuladas y agujeros para cosas que ni siquiera pueden imaginar que existen. Escudriñan las paredes de norte a sur, de este a oeste, antes de que la certeza de que todo esto es real caiga sobre ellos como una loza; que él tratamiento empieza mañana, que esa cama será su hogar durante varios días, con sus idas y venidas formando ciclos bien planeados a lo largo de los meses o los años que necesiten para combatir lo que sea; sólo entonces se dan cuenta de que no existe una palanca en la salida de emergencia.

En ese momento, él acompañante suele decir: «Ah, bueno, no esta tan mal. Mira, fíjate, desde aquí puedes ver la ciudad.»

Algo más tarde, después de haber guardado la ropa en él armario y probado por primera vez el café de la cafetería, él nuevo paciente se mete en la cama a hojear un par de revistas, sabiendo que, en él fondo, esto no es exactamente un vuelo, sino más bien un crucero, y que su habitación es un camarote bajo él agua donde la tierra firme sólo es algo con lo que soñar.

***
Linda noche 11:52 p.m (Guatemala)

Zac Y Mia (A.J Betts)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora