Era un día lluvioso cuando me levanté. Uno de esos días en los que el cielo parece cubierto por una única nube compacta y sólida, y no para de llover; no con una lluvia torrencial, sino una leve cortina de lluvia, siempre continua.
Era el típico día que pone de mal humor a todo el mundo, que te hace sentir apagado por dentro, que te hace querer meterte debajo de las sábanas y no salir hasta que el sol vuelva a brillar.
Pero yo no soy corriente. Los días de lluvia no me ponen de mal humor. Ni me da miedo escuchar los truenos y ver los rayos y relámpagos las noches en que cae una buena tormenta, al contrario, me ayuda a dormir.
Así que esa mañana, cuando me levanté y escuché el leve tintineo de la lluvia en el tejado, sonreí. Y al levantar la persinana y darme cuenta de que ese día estaría lloviendo sin parar sonreí aún más. Porque al contrario de lo que es habitual, a mí me encanta la lluvia. Los días nublados me hacen feliz. Debe ser porque aquí donde vivo rara vez llueve, y por eso soy más consciente de que esos días en que todo el cielo es gris y ni un rayo de sol logra penetrar las nubes, esos días, hay una luz especial en la ciudad. Esos días la ciudad se tiñe de nostalgia y los suelos se convierten en espejos.Poca gente comparte esta forma de ver la lluvia. La gente suele preferir los días soleados de calor abrasador, los días de playa y bebidas. Por eso los días de lluvia no son numca plenamente felices para mí, porque salgo a la calle y sólo veo caras largas, gente exasperada porque hay más tráfico de lo normal, gente cabreada porque se ha mojado su traje nuevo, chicas estiradas obligadas a pasear al perro bajo la lluvia.
Pero ese día fue especial, aunque empezó como cualquier otro.
Así que como ya he dicho me levanté y ver que estaba lloviendo me puso de buen humor. Hasta ahí las novedades.
Desayuné lo mismo de siempre, me maquillé un poco como siempre y me puse una variación de mi conjunto habitual para ir a clase en invierno (vaqueros, jersey, botas, abrigo y una bufanda enorme - y un millón de anillos). Así que como ya he dicho todo estaba siendo mortalmente habitual: la misma gente de siempre en el autobús (la mujer que lee novelas rosas, los chicos que van repasando el examen para el instituto, el señor que corrije exámenes de lengua que al parecer tiene alumnos horribles por las muecas que hace cada día...), los mismos compañeros en clase (porque a las clases solemos ir siempre los mismos veinte, aunque luego en el examen aparecen cien personas) y las mismas conversaciones de siempre (sobre el nuevo capítulo de la serie del momento, la nueva blusa que hay en no sé qué tienda y que tal chico ha ligado con tal chica o vice vesa).
En fin, para no aburriros con mi rutina diaria lo dejaré aquí. Creo que ya se ha entendido que ese día empezó como cualquier otro día, aparte del hecho de que estaba lloviendo.Sin embargo, algo poco habitual pasó al salir de clase. Aunque en ese momento yo no supe ver lo importante que ese momento aparentemente cotidiano llegaría a ser después.
Ese día salí tarde de mis clases de la mañana en la universidad, tan tarde que no me daba tiempo a volver a casa para la comida si quería estar en el departamento de la facultad en que soy becaria a la hora en que me habían citado. Así que decidí quedarme a comer en el centro con una amiga con la que solía quedar cuando me pasaban estas cosas.
Terminamos de comer y ella se fue a clase y yo, para matar la hora que me quedaba hasta entrar al trabajo (si es que se le puede llamar así) me metí en una cafetería que me encanta en los días de lluvia. Es una cafetería estrecha pero muy larga, con enormes ventanales que dan a la calle. Allí compré un té humeante (odio el café) y me senté en una mesa, justo al lado del ventanal, y perdí la noción del tiempo mirando la lluvia.Después de lo que a mí me parecieron segundos caí en la cuenta de que iba a tener que correr para no llegar tarde, de modo que me metí en mi abrigo y me enrollé la manta que llevo por bufanda en un abrir y cerrar de ojos.
Y cuando levanté la mirada lo vi.
En ese momento no me pareció nada especial: un chico guapo, al otro lado de la cafetería, sosteniendo una cámara de fotos, mirándome.
Claro que no le di importancia a lo que acababa de pasar. Seamos sinceros, ¿cuántas veces al día pillamos a gente desconocida mirándonos? ¿cuántas veces al día nos quedamos mirando a gente desconocida? Muchísimas. Y si nos parecen atractivas, la miramos más todavía.Así que ese día yo seguí a lo mío. Y salí corriendo de la cafetería aquella, dirección la facultad (al final llegué justo a tiempo).
Más tarde aquel mismo chico me diría que había estado mucho tiempo mirando cómo yo contemplaba la lluvia a través del cristal, y que siguió mirándome cuando salí del local y mientras corría por la calle, hasta que giré la esquina y me perdió de vista.En aquel momento no le di importancia. Pero ese día fue el principio de todo.
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Soñar despierta
RomanceYo soy Candela y en este libro hay dos historias que en realidad son la misma: nuestra historia juntos y la historia de cómo me cambiaste.