No tengo el valor para decirlo. Inclusive me cuesta escribir esto. Me da mucho miedo recordarlo. No se lo he dicho a mi sicólogo. Al contrario, le dije que no puedo recordar lo que pasó. No mentí. Pero él se lo tomó literal. Dice que la gente olvida porque no quiere recordar.
Pero yo puedo recordar muy bien lo que pasó...
...Siempre he sido un chico silencioso. Muy silencioso. Mi primo mayor dice que fácilmente, yo puedo pasar como un fantasma. Y sobre todo ahora, es verdad. Gracias a ello. A lo que pasó. Ahora soy sigiloso y apagado.
Me he vuelto sonámbulo. Camino descalzo por la noche, mientras duermo, y con mi piyama blanco. Más encima mi pelo es negro. Sí. Yo podría ser un fantasma.
Pero ya. Quiero decirle basta a mi mente. Estoy dando muchas vueltas. Lo que sucede es que las doy porque casi no quiero recordar la historia. Pero al fin y al cabo... ¿Qué importa? Voy a hacer lo que la vida quiere que haga; destruirme. Y lo haré aquí, y por escrito.
Era un campamento. El de la escuela. Para entonces yo era un chico muy optimista. Siempre sonreía.
Iba con mis amigos en el bus escolar de camino al enorme campo donde hacíamos el campamento cada año. Desde que yo era un niño de seis años. Hasta ahora. Fuimos a ese lugar durante diez años y nadie se ha aburrido de él.
Mi amigo Jorge, un poco unicejo y de ojos café, me molestaba y presumía acerca de haber visto a Sara Torres, la chica que me gustaba, en ropa interior. Yo rodaba los ojos, sonreía, fingía que no me interesaba. Pero no pude evitar mirarla de reojo. Traía su camisa azul y unos pantalones blancos. Sonreí, deseando que ella volteara hacia mí. Nada pasó. Volví a ver al frente, pero me llegué a dar cuenta de que había algo en la ventana. Volví a voltear. Nada.
Hubiera jurado que sí había algo en ese lugar. En la ventana cercana a Sara. Pero ella no pareció verlo. Estaba jugando a algo en su iPod.
Supuse que vi una rama de un árbol. O algo. Pero me quedó una sensación de miedo. Una que no pude borrar.
Al llegar al campamento, mi amigo Luis bajó primero. Él era el más optimista entre nosotros. Siempre sonreía. Se lo podía notar muy feliz.
Nosotros otros dos bajamos detrás de él. Con sus maletas en la mano, y se las lanzamos al barro.
Nos fuimos corriendo mientras lo oíamos gritar:
-¡EH! ¡No sean malos, imbéciles! ¡Espérenme!
Jorge y yo reímos y continuamos corriendo.
Elegimos entre los dos una cabaña. En realidad era la más pequeña y descuidada. Pero la única buena que quedaba yo decidí cedérsela a Sara y sus amigas. No quiero ni pensar en la cara de bobo que debí de poner.
Desempacamos, ya que nos quedaríamos una semana ahí.
Mientras que Luis limpiaba su maleta, Jorge y yo comíamos algunas cosas. Pero yo estaba muy distraído. Se notaba desde lejos.
Seguía pensando en esa cosa que vi en la ventana de Sara. Esa cosa extraña. No tenía idea de qué podía ser. Parecía una sombra. Pero casi no pude verla.
Ya era bastante tarde. Nos llamaron a cenar. Estuvimos en eso un largo tiempo. Miré las ventanas, con temor. Tenía miedo de que tal vez esa sombra volviera a aparecer.
Pero por más que mirara las ventanas, sólo veía las ramas de los mismos árboles.
-¡LUCAS! –Me gritó Jorge.
Volteé bruscamente.
-¿Qué? –Dije.
-¡Mierda! ¿Qué te pasa? Te estuve llamando durante mil horas.