Este cuento, comienza con una chica.

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Este cuento, comienza con una chica. Esa chica soy yo. Me llamo Hannah. Dejad que me presente. Así podréis conocerme mejor. Pero para ello, tenemos que remontarnos a cuando yo tenía diez años.

Yo era una niña como cualquier otra a esa edad; tenía el pelo rubio y rizado. Muy largo. De hecho, tan largo que tenía que recogérmelo siempre en un pañuelito. Mis ojos eran azules y a menudo mi abuela los comparaba con el cielo. Decía que mis ojos eran estrellados e infinitos como la galaxia, pues hasta allí llegaban mis ganas de vivir, de aprender y de jugar.

Mi familia no era muy grande pero estábamos muy unidos. Mi papá trabajaba en el campo, y mi madre era profesora. A mí me molestaba bastante ver a mi madre en el colegio, porque eso suponía que nunca me la quitaba de encima. A veces, cuando salía de casa antes para ir a clase con mis amigos, ella, en medio del aula, me daba mi bocadillo y me decía, "Hannah, te has vuelto a olvidar tu bocata, bebé". Y eso me sacaba de mis casillas. Mis compañeros empezaban a reírse y ella empezaba a tirarme del moflete. Mi padre era un hombre muy trabajador, siempre estaba en movimiento, se mantenía en buena forma y estaba bastante moreno por el sol. Mi abuela vivía con nosotros y era mi mejor amiga. Cada día, a eso de las siete de la tarde, nos sentábamos juntas a ver la puesta de sol. Y ella me hablaba de tantísimas cosas. Me hablaba del cielo. Era tan lista, tan culta, tan inteligente... Me contaba cosas sobre las estrellas, las galaxias... No sé... Sobre los planetas, por ejemplo. Me hablaba de lo que hay más allá de lo que podemos ver, del mundo que existe, fuera del nuestro. Y finalmente estaba mi mejor amigo, mi perro Pucky. Un pastor muy juguetón y gamberro. Pucky llegó a casa cuando yo tenía cuatro años y para mí era como mi compañero de viaje. Todas mis trastadas habían sido con él. Todas mis excursiones al bosque habían sido con Pucky. ¡Todos mis ataques de risa, hasta que se me cayeran los mocos, habían sido con Pucky!

Todas las noches mi familia y yo nos sentábamos en la mesa y cenábamos de todo, pues mi padre se ganaba bien la vida trabajando en el campo. De postre comíamos pan con chocolate y mi madre me limpiaba la comisura de los labios con sus besitos. A la hora de dormir venía mi padre a darme un beso de buenas noches, mi abuela a leerme una historia sobre la luna, y mi perro a acurrucarse a mi lado y a abrazarme durante mis pesadillas. ¡Todo era feliz! Teníamos una vida normal, una familia normal, y unos amigos normales.

Mi madre se quedó preñada y yo no podía estar más contenta. Siempre había querido tener un hermano, o una hermana, me daba igual. ¡Lo que tuviera que salir de ahí! Quería compartir el mundo que yo conocía con alguien más pequeño, alguien vacío de ideas. Quería enseñarle la infinidad del firmamento, quería enseñarle la pureza de las flores, quería enseñarle la energía del bosque. ¡Quería enseñarle mi mundo en general!

Pero, por alguna razón, a mis padres ya no les gustaba tanto mi mundo. Yo era muy joven, no podía comprender lo que pasaba. Oía palabras sueltas.

Crisis. Sequía. Hambre.

Sí, quizás no entendía lo que pasaba, pero entendía que mis padres ya no eran felices. De repente, tener un hermanito no era una buena noticia. Me miraban con pena y preocupación, pero nadie quería explicarme nada. Sentía que eran condescendientes conmigo. Que me mentían, que me engañaban. Que algo no iba bien, y que el mundo me miraba con pena, porque yo iba a ser la más perjudicada de ello. Ni siquiera sabía que estaba pasando.

Crisis. Sequía. Hambre.

Crisis. Sequía. Hambre.

Crisis. Sequía. Hambre.

Y guerra.

Esa es la única palabra del mundo que le puedes decir a un niño y que te va a decir que no la entiende, a la vez que te demuestra que sabe que es algo malo.

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⏰ Última actualización: Aug 26, 2016 ⏰

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