Me cogías de la mano. Me acariciabas el pulgar. Apoyabas tu cabeza en mi hombro y era capaz de sentir tu aliento.
Tú tenías un casco, yo tenía el otro. La música relajaba el ambiente.
El traqueteo del autobús estuvo presente en nuestro primer beso.
Me ayudaste a bajar de él, como si yo fuera una dama. La gente se reía contagiada por nuestra felicidad. Me abrazabas por la espalda mientras andábamos por la calle.
Nos sentamos en el césped. Te recostaste sobre mis piernas. Te acaricié el pelo.
Quema.
Tus ojos competían con las estrellas. ¿Qué digo con las estrellas? ¡Con toda una galaxia!
Me pregunté en qué momento me hiciste sentir esto en el pecho. En qué momento deje de ser yo y tú dejaste de ser tú, para ser nosotras.
Me hacías sentir una supernova en lugar de mi corazón.
Me estoy quemando.
Se oían a los grillos aquella noche. Mirabas el cielo, yo también lo miré.
Para cuando me quise dar cuenta tenías la vista puesta en mí.
Me noté arder. Te ríes.
Te sentaste sobre mis piernas y entrelazaste tus brazos alrededor de mi cuello.
Posé mis manos en tus caderas. Nuestros pechos se pegaron, poco tardaron nuestros labios en hacer lo mismo.
Tus besos eran suaves, delicados.
Me acariciabas la espalda.
Quiero ser ceniza.
Apoyé mi cabeza en tu hombro. Respiré profundamente, llenándome de tu olor.
Hueles a Otoño.
Hueles como un café bajo la lluvia.
Hueles a libro viejo.
Hueles a Abril y sabes a Mayo.
Me quedé enfrascada en tú olor mientras me acariciabas.
Me levantaste la mirada. Nuestros ojos se encontraron.
Tus ojos. Marrones cobrizos. Son de ese precioso color que tiene que saber lo precioso que es, y alguien debe decírtelo. No seré yo. Nunca diré nada.
Y así nos quedamos, mirándonos por siempre. Como debía ser. Memorizando cada parte de nosotras mismas por si algún día me faltas o me quieres faltar.
Y es que quizá Cupido no hizo su mejor flechazo.
Me acabaste metiendo en el cenicero. Porque eso era, simple ceniza.
