1997 He vuelto a casa, después de tantos años. Siento ganas de huir lejos, pero algo me impide hacerlo: lo intemporal del recuerdo que flota, me rodea y amenaza con ahogarme.
Apenas son unas ruinas, me digo para animarme. Alguna habitación (la mía, por ejemplo) se carbonizó durante el incendio y ni siquiera los fantasmas se atreven con un lugar tan siniestro. Después de todo, ya nada me puede tocar: he alcanzado la santidad de los muertos.
No podría ubicar el momento preciso en que se escurrió la vida y no sé si fue de poco o de repente que dejé de ser.
Mas ¿qué importa el tiempo si su significado ya no me afecta?
Una vecina me ha reconocido ante la puerta de mi casa, y pretende agasajarme con su cámara fotográfica. La maldigo en silencio cuando me pide una sonrisa. Sé que va a lograr una grotesca mezcla de Gioconda y Monna Lisa donde puede rastrear misterios insondables, pero jamás captará mi alma en una fotografía. Porque yo no poseo alma.
La perdí cuando no supe vivirla ni retenerla, cuando dejé de creer, cuando dejé de esperar; y hoy mantengo un caparazón vacío, hueco, capaz de reír estruendosamente o de llorar en silencio; pero que no pretenda la sonrisa de la armonía, pues no sé cómo se hace para sonreír.
Oh, Dios, ¿por qué tuve que regresar a este lugar, cuando habitaba en un fastuoso castillo y en él me protegían los disfraces de sus cuatro frontales? ¿No lo construí acaso con los más bellos retales de mi personalidad? ¿No inventé una fascinante historia de antepasados ilustres, damas y caballeros?
Como todos los castillos elevados en la inconsistencia de aire, el mío se evaporó con aquella noticia que tuvo el efecto de un huracán que me dejó desnuda, a la intemperie; y me devolvió al principio, una vez más.
Cómo iba yo a saber que la culpa es una sombra tan alargada, justo cuando la creía extinta, surge un agujero negro en el que comenzar a cavar y a cavar, ciegamente.
Así he vuelto. Con una culpa tan abrumadora que me lastra enemistándome con mi estima, y ambas parecen utilizar palabras sabias para convencer mi conciencia.
Heme aquí, en los cimientos de mi vida, sin fuerzas reales para reemplazar mi castillo. Ya no puedo negar, ni fingir.
Me he congelado en esta inesperada catarsis que me ha sorprendido sin disfraz.
Resulta absurdo que una noticia televisiva destapara la caja de Pandora y que yo misma me encargase de ejercer de buril para un destino que me he forjado a golpes de desatino.El principio...
¿El principio?
No sé qué tipo de bebé he sido, pero bien pronto descubrí lo malvada que era como niña; tanto, que me fue imposible despertar una migaja de cariño por más esfuerzos que realizaba. Aquel hombre y aquella mujer no habían cometido ningún delito para ser castigados con un ser tan feo, estúpido e inútil; nunca hacía nada bien. No había manera de enderezarme, ni siquiera funcionaba el didáctico cinturón, o el paseo a caballo arrastrado, o el apagar las luces de unos cigarros en aquella raída piel de paquidermo (tan gruesa que pronto exilió todo dolor).
Sin embargo, yo era tan torpe a pesar de todo que no aprendía a ser la hija ideal, y aquellos sufridos padres no sabían qué hacer. El pobre hombre acudía cada tarde a su taberna habitual (buena virtud la fidelidad, sí señor) y la llegada a casa se convertía en una fiesta con fuegos artificiales incluidos... Objetos voladores, gritos enardecidos, manos que vienen y van; no sé por qué yo sentía miedo y propiciaba el escondite (ya fuera en el ropero, bajo la cama o tras la lavadora, no tenía modo de ganar, pues siempre me encontraban, con lo que se fomentaba la diversión. ¡Tan cariñoso papá!
Mamá era más expresiva verbalmente, maldiciendo mi nacimiento y deseando mi muerte, tal vez porque no soportaba verse reflejada en mi espejo; asfixiándome con su experiencia de titiritera (y bien tonta le resultó la marioneta, que no acertó a conquistar ni uno solo de sus besos).
Yo soñaba con desaparecer y liberar a mi familia de una carga tan pesada que además necesitaba alimento, agua y un colchón (con la ropa no había problema, siempre hay quien se siente bondadoso regalando prendas usadas, aun rotas o remendadas; a fin de cuentas, los pobres no deben notar la diferencia de calidad y cualquier cosa es buena para ellos).
Cada noche solitaria suspiraba por no despertar, perderme en una de mis pesadillas y desembocar en el infierno de Pedro Botero, a quien debía equipararme en maldad.
Cada noche no solitaria mi boca apresaba media sábana y mi cuerpo dejaba de ser anguila, aprisionada bajo una losa humana.
Unas zarpas desparramaban los pechos subdesarrollados y el hombre se descorría la cremallera al tiempo que algo enorme surgía con vida propia, y mi mano era unida a aquel monstruo obsceno.
Aquello no estaba bien (el gruñido apestaba y entre farfullos yo entendía que no servía ni para puta). Pero quien quedaba allí no era yo, era otra. Yo viajaba carente de brújula, pero libre... Desde aquella cueva oscura e inmemorial salía a tientas y me elevaba a las cumbres más altas. Aprendía a volar muy lejos, en alas fabricadas con el cartón del olvido.
Cuando retornaba a aquel cuerpo tan ajeno, no quedaba nada en mi mente averiada. Yo era eso: nada. Una extraña niña que se sentaba muy quieta y callada ante la visita de familiares, una ausencia total en clase, hasta el punto que la profesora, aficionada a la psicología en sus ratos libres, se creyó en la obligación de entrometerse en mi vida para deducir si yo era un espécimen de autismo cruzado con genialidad. Y repasé cada pregunta de test con el mayor de los terrores pensando que pudieran descubrir la semilla del mal en mí, o la locura...
Fue por eso que, sin conocer el nombre de una amiga que se presentó inadvertidamente, la acogí de brazos abiertos. Luego, cuando nos presentaron formalmente me dijeron que se llamaba bulimia. Bulimia era la respuesta a mi vida, mi verdad. Ella se convirtió en mi identidad secreta en noches de insomnio, en ratos deshilachados: mi mente se desbocaba y me poseía la desesperación por tragar cuanto arrasara mi paso para colmar un vacío interminable. Era la suerte de prender una llama en la oscuridad de tan breve intensidad que de la anestesia y poder absolutos pasaba a la esclavitud de las culpas, y a su consecuente expiación: el vómito.
Encontré un compañero de juergas en la muerte, a quien retaba en purgas y orgías alimenticias, en autolesiones, vómitos y culpas; siempre a escondidas, siempre en silencio.
Con esta amiga, a la que rechazaba y prometía ver por última vez ("nunca más lo volveré a hacer"), comencé a desaparecer, a hacerme invisible progresivamente; especialmente cuando me presentó a su hermana anorexia, que, si bien pasó largas temporadas conmigo, nunca fue tan amiga mía como la bulimia. A veces ni tan siquiera recuerdo a quién conocí primero.
La vida que escogí o me escogió pasó a ser el silencio. El secreto. El misterio. La insensibilidad. La culpa. El castigo. El vacío. La maldita cifra de un test de inteligencia que presumía condicionar mi futuro. Y sobre todo la sonrisa de un payaso (me pinté una sonrisa con la barra de labios de mi madre, bien curvada hacia arriba, bien roja. Y así disfracé de payaso mi corazón roto convirtiéndome en la chica perfecta: obediente, dócil, plana, callada, invisible, ajena... sin alma).