Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un demonio maligno proveniente desde las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente por toda Arkham. Muchos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya que un auténtico terror se cernió con membranosas alas sobre los ataúdes amontonados en el cementerio de la Iglesia de Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún que data de esa época: un horror que sólo yo conozco, ahora que Herbert West ya no está en este mundo.
West y yo hacíamos trabajo de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido gran notoriedad debido a sus experimentos encaminados a la revivificación de los muertos. Tras la matanza científica de innumerables bestezuelas, la monstruosa labor quedó suspendida aparentemente por orden de nuestro escéptico decano, el doctor Allan Halsey; pero West siguió realizando ciertas pruebas secretas en la sórdida pensión donde vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se apoderó de un cuerpo humano de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado de Meadow Hill.
Yo estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el elixir que según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos. El experimento concluyó horriblemente —en un delirio de terror que poco a poco llegamos a atribuir a nuestros nervios sobreexcitados—, y West ya no fue capaz de librarse de la enloquecedora sensación que le seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo bastante fresco; es evidente que para restablecer las condiciones mentales normales, el cadáver debe ser verdaderamente fresco; por otra parte, el incendio de la vieja casa nos impidió enterrar el ejemplar. Habría sido preferible tener la seguridad que estaba bajo tierra.
Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún tiempo; pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a importunar a los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para utilizar la sala de disección, y ejemplares humanos frescos para el trabajo que él consideraba tan tremendamente importante. Pero sus súplicas fueron completamente inútiles, ya que la decisión del doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron el veredicto de su superior. En la teoría fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían sospechar el poder supranormal —casi diabólico— del cerebro que albergaba en su interior. Aún lo veo como era entonces y me estremezco. Su cara se volvió más severa, aunque no más vieja. Y ahora Sefton carga con la desgracia, y West ha desaparecido.
West chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro ultimo año de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al bondadoso decano en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este hombre se mostraba innecesaria e irracionalmente terco, ante una obra que deseaba comenzar mientras aún tenía la oportunidad de disponer de las excepcionales instalaciones de la facultad. El que los profesores, apegados a la tradición ignorasen los singulares resultados obtenidos en animales, y persistiesen en negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y casi incomprensible para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo «doctor-profesor», producto de generaciones de puritanos mediocres, bondadosos, conscientes, afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más caritativo con estas personas incompletas aunque de alma grande, cuyo defecto fundamental, en realidad, es la timidez, y las cuales reciben finalmente el castigo de la irrisión general por sus pecados intelectuales: su ptolomeísmo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y por toda clase de sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor Halsey y sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande, acompañado de un deseo por demostrar la veracidad de sus teorías a estas obtusas dignidades de alguna forma impresionante y dramática. Y como la mayoría de los jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de triunfo y de magnánima indulgencia final.
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Herbert West, Reanimador (H.P Lovecraft)
КлассикаRelato de terror en seis capítulos escrito por H. P. Lovecraft en 1922.