Mi abuela Gretta cerraba siempre el cajón de su cómoda con llave. Yo sabía entonces, que el testamento estaría allí. Tenía que apurarme y hacerlo parecer como un robo. Los hombres de aquel tugurio del puerto me perseguían inquietos desde hace meses, y ya no tenía escapatoria.
El entierro había sido breve y sabía que mi hermana estaría por llegar. En un desesperado intento por abrir el cajón, forceo con una pinza de tal modo la madera de caoba, que rompo, hasta dejar en astillas, el entorno veteado de la cerradura. Ella, seguramente, habrá testado para no dejarme nada, y yo, tendré que deshacerme del documento cuanto antes y esperar inocentemente la legítima. Una vez, hace un par de años, ya me había sacado las papas del horno con unos matones del poker, con la promesa de no volver a caer en el juego. No pude cumplirle.
Un año antes, a la abuela le había llegado una carta desde Alemania con una exhuberante indeminización en concepto de reparación por sus malos días en Auschwitz . La vieja lo mantuvo oculto, seguro por mí, pero al final se lo dijo a Fina, un mes antes de morir. Fina lloraba de pena todo el último tiempo mientras la cuidaba con esmero y fue, incluso, capaz de guardar el secreto de la carta y de los millones hasta ayer, cuando, como al pasar, se lo dijo a una vecina que también lloraba en el velorio.
Ahora finalmente logro abrir el cajón de un tirón. Con las manos inquietas revoleo las prendas íntimas de mi abuela buscando,mientras Fina entra a la habitación, toda de negro, y, desilusionada, me mira.